Eterno Retorno

Wednesday, July 21, 2010


Iker es el niño más valiente del mundo. Esta mañana lo hemos llevado a vacunar y resistió los piquetes como si tan solo un mosquito lo hubiera molestado. Ni asomo de llanto. La pila, como siempre, altísima, a tope, jugando en su nueva alfombra donde suenan las ruedas del autobús. Iker ha cruzado una nueva frontera. Hace muy poco teníamos un bebito. Hoy tenemos un niño que usa ropa de año, que se mueve por toda la cama y te sujeta con fuerza. Lo mejor de estos días, es la posibilidad de poder convivir con él todo el día. Creo que empiezo a sentir nostalgia de estos días, de esta edad irrepetible. Cada nueva mañana es un paso acelerado hacia su crecimiento. Ya no tenemos un bebito recién nacido y en un abrir y cerrar de ojos, tendremos un hijo de un año y entonces lamentaré no haber pasado más tiempo con él. La sentencia del tiempo no conoce el perdón. El tiempo marcha en cámara rápida, como un caballo sin rienda, como un tren sin frenos. Los instantes son polvo, arena mojada y la vida se ha transformado en una prófuga en perpetua carrera. Iker crece, la vida nos saca la lengua y el Sol no sale este julio. No recuerdo un verano más oscuro. Hoy por la mañana la carretera yacía sepultada bajo una lluvia que hubiera jurado decembrina y el manto de niebla y humedad podías cortarlo a cuchilladas.


Pedazos mostrencos de magia


Los pedacitos de magia andan ahí, prófugos, mostrencos, deambulando del patio a la recamara, jugando a las escondidas. Sí, la magia se oculta ahí donde de plano parece no ser bienvenida, se maquilla con el rostro de lo ordinario y se viste con el traje de la más dictatorial cotidianidad. La magia disimula, guarda las apariencias, te hace jurar que no existe, que aquí gobiernan los engranes de lo predecible, del dos más dos y el párale de contar. Pero ese instante minúsculo, esa probadita de edén perdido nunca te avisa ni dice presente. De pronto está ahí, a tu lado, como un duende en tu hombro, recitándote al oído un poema de vidas pasadas, un poema que te habla de un instante, de una mañana cualquiera, de un árbol o una mirada, de un sonido que jura ser canción o una canción que te trae olores, imágenes de un amanecer con lluvia o una puesta de Sol y de repente sientes en el paladar el sabor de esa cerveza oscura que tomaste en un desayunador obrero en República Checa o imaginas un autobús que atraviesa una carretera en las cercanías del Golfo de México e intuyes que olía (o acaso debería oler) a petróleo y a mar, como no olía ese aeropuerto gringo ubicado en ninguna parte, escala obligatoria en tu salto al vacío, como no sabía esa alucinación de insomnio que olvidaste para siempre. El viento de este verano frío trae consigo ráfagas de olvido.



Ojo de pájaro negro sobre la Internacional



Es la mirada del extraño, la del recién llegado que se posa esa noche sobe la Avenida Internacional. Sí, imagínala como una cámara espía, como el ojo digital de un dios indiscreto. La Internacional está ahí, jurándose tan familiar, tan de vida diaria, tan de ida y vuelta. Vivir significa recorrer la misma calle un millón de veces sin reparar jamás en ella, sin descubrir nunca sus horrores o encantos. La calle como una ruta ciega, como una línea muerta interpuesta entre un punto y otro. La Avenida Internacional ¿Cuántas veces la has recorrido inmerso en tus pensamientos y desvaríos? ¿Cuántas noches de diálogo interno desparramadas en tu mirada siempre al frente? Y la avenida está ahí, contemplada desde las alturas por la pupila eléctrica de ese ángel inoportuno, de ese camarógrafo del más allá. No es tu mirada, sino la mirada de otro que yace en las alturas y te contempla con la perspectiva de un avión que va aterrizando, de un pájaro nocturno, un ave de tinieblas (que necesariamente imaginarás de mal agüero y sí, es inevitable el vínculo con After Dark de Murakami).

Una oscura línea recta, las luces y las sombras. El muro de lámina y el muro de piedra. Las luces mortecinas de la Zona Norte, las luces asesinas de los faros fronterizos. El acelerador a fondo. Sombras irrumpen frente a ti, como espectros en pesadilla, como obstáculos de un videojuego apocalíptico. Tu carro es uno entre cientos de luces errabundas. A tu derecha el muro fronterizo, a tu izquierda el camellón como negro nido de almas, resumidero de infernales paraísos. Frontera y Muerte; frontera y podredumbre. Sueños despedazados bajo las ruedas, vómitos del espíritu, infiernos móviles corriendo despavoridos ante la irrupción de una patrulla.

Tu bitácora final

El día en que te mueres, un molestoso dios sinquehacer, amante de las más absurdas estadísticas, se dará a la tarea de imprimirte la hoja del último día, la bitácora final de tu juego, como una página de deporte gringo, como esas hojas que te dan en los palcos de prensa de los estadios californianos en donde descifras ecuaciones y puntos porcentuales de yardas, carreras, pases de anotación, pedos y eructos arrojados por un mariscal de campo en una tarde de domingo. En esa hojita de ruta compilada e impresa por la ociosa deidad en cuestión, podrás ver, entre otras muchas cosas, el Top 10 de las calles que más veces has recorrido en tu vida. A ver, señor estadística: ¿Cuál es la calle por la que más veces he pasado a lo largo de toda una existencia? He vivido en tres ciudades y en doce casas, o acaso deba decir en cinco ciudades y en catorce casas, pues en dos de esas doce mencionadas, que alguna vez fueron domicilio legal, viví menos tiempo que en otro par de casas extranjeras donde fui visitante, aunque pasé el suficiente tiempo como para acabar acostumbrándome y sintiéndome en un hogar. Creo que en esta donde habitamos ahora es ya la casa donde he dormido más noches en mi vida o acaso la de Río San Juan la supere por algunos meses. El ocioso dios de la estadística podrá revelarme el dato. El señor estadística dice que nunca he vivido más de siete cabalísticos años en una casa y algo me hace pensar que este domicilio actual, es en el que más noches he dormido en mi vida

Hoy cumplimos siete años y un mes de haber dormido nuestra primera noche aquí. Fue el primer día de verano de 2003 y desde entonces a la fecha aquí estamos. Pero vuelvo a la misma pregunta ¿Cuál es la calle del mundo que más veces he recorrido en mi vida? Sospecho que es la calle Río San Juan, en la colonia Miravalle, si la medición se basara en número de días o de veces que la calle fue cruzada, caminada o recorrida a bordo de un carro. Una calle corta, que limitaba en un extremo con el Río Santa Catarina y en otro con la carretera Saltillo, frente a las vías del tren.

¿Hay alguna teoría psicoanalítica sobre los efectos de crecer frente a los trenes? Muchos niños pasan mucho tiempo antes de ver su primer tren y sin embargo yo me pasé la infancia viendo un tren tras otro, al grado que reconocía el sonar de cada máquina sin necesidad de verlo. Crecí junto a los trenes, pero eso es otro asunto que ya trataremos en su momento. También podría decir que tardé cuatro años en ver el mar por vez primera e Iker lo ve cada mañana aunque hasta ahora no ha reparado en él. Tendría que ser un mar de colores, rico en figuras geométricas para llamar su atención. Pero bueno ¿en qué estábamos? Ah sí, estábamos ayudando al sinquehacer dios de la estadística a definir cuál ha sido la calle más veces recorrida en una vida. Por supuesto, hay avenidas arteriales de una urbe que estás condenado a recorrer si quieres desplazarte. La Avenida Constitución en Monterrey, hoy dulcemente destrozada por Alex, fue recorrida varios cientos de veces, pero no creo que tantas veces como he recorrido la Carretera Escénica o la Avenida Internacional, omnipresentes caminos de mi vida (que no son como imaginaba)

Pasaste buena parte de los 90 recorriendo a pie o en bici la calle José Benítez en la Obispado y un día simplemente desapareciste de ese escenario. Durante años formas parte de un paisaje. Todos los días, a la misma hora, pasas por una calle hasta que un día cualquiera esa calle deja de contemplarte. Sí, un día cualquiera despareces de un paisaje. Esa escalera o ese elevador que te vio desfilar todas las mañanas con tu mejor traje ha dejado de verte. Ese viejo de esquina, ese lavacoches de estacionamiento, ese café de tres cuadras se convirtieron de pronto en el mobiliario de ese montaje teatral llamado vida cotidiana que tan en serio te tomabas.