Eterno Retorno

Friday, October 09, 2009



Los Mitos del Bicentenario


Cuando Allende quiso envenenar a Hidalgo

(publicada en el segundo número de El Informador de Baja California)

Por Daniel Salinas Basave

danibasave@hotmail.com


La historia, el destino o vaya usted a saber qué caprichosa aleatoriedad los ha unido a lo largo de dos siglos. Durante diez años, sus cabezas cercenadas se hicieron compañía colgando de las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas metidas en jaulas de hierro y cada 15 de Septiembre, el presidente en turno y los 31 gobernadores pronuncian sus nombres en medio la popular algarabía: ¡Viva, Hidalgo! ¡Viva Allende! Hasta la geografía del Bajío se ha encargado de mantenerlos cerca, pues Dolores Hidalgo y San Miguel de Allende, separados apenas por 40 kilómetros, son puntos obligados en los “joséalfredianos” caminos de Guanajuato que pasan por tanto pueblo. Ello por no hablar de los incontables municipios, ejidos, rancherías o escuelas públicas que llevan sus nombres. Cierto, a Hidalgo su gloria le alcanzó para bautizar una entidad federativa, mientras que Allende apenas mereció municipios. En las estampitas escolares y en los monumentos al movimiento insurgente sus nombres suelen aparecer uno a lado del otro y la historia oficial los ha hecho trascender como el gran dúo dinámico de la iniciación de la independencia; Miguel Hidalgo y Costilla e Ignacio Allende Unzaga, el sacerdote y el militar que encendieron la mecha libertaria en la Nueva España, piezas complementarias e inseparables de un rompecabezas histórico. Sus nombres yacen inscritos con letras de oro en el Congreso de la Unión y la versión oficialista nos obliga a pensar que en vida estos dos personajes fueron grandes amigos, hermanados por un anhelo común de libertad. Nada más alejado de la realidad. La historia de lo que pudo haber sido tiene páginas fascinantes e inverosímiles, pues la realidad es que faltó muy poco para que Ignacio Allende pasara a la historia como el asesino de Miguel Hidalgo. Sí, el Padre de la Patria hubiera podido prescindir de las tropas realistas de Félix María Calleja y de la traición de Ignacio Elizondo para convertirse en mártir, pues Ignacio Allende intentó muy seriamente hacer la tarea.

La verdad es difícil imaginar dos personalidades tan radicalmente contrastantes como Hidalgo y Allende. Ambos guanajuatenses, de origen criollo, con una diferencia de edad de 16 años y una visión contrastante de lo que el movimiento insurgente debía ser. Vaya, no se trata solamente de que uno haya abrazado la carrera eclesiástica y el otro la carrera de las armas, sino de una concepción opuesta de la lucha. La total improvisación y las prisas caracterizaron la iniciación de la Independencia el 16 de septiembre de 1810. Con la conspiración de Querétaro descubierta, la idea de Hidalgo de “ir a coger gachupines” se tradujo en la conformación de una caótica masa de mineros, barreteros, labriegos y desocupados que armados de picos, palas, hoces y machetes fueron a “hacer la independencia”. Allende, todo un general del Regimiento de Dragones del Ejército Realista, soñaba con la conformación de una milicia formal, disciplinada, sujeta a códigos de guerra. El problema fue que aquella turba enajenada, compuesta por marginados sociales, nada sabía de honor militar y pronto se entregaron al pillaje con la complacencia de Hidalgo, que en su calidad de generalísimo, tenía el mando. El 28 de septiembre, tras tomar la Alhóndiga de Granaditas, el tumulto insurgente se entregó al más atroz saqueo cometiendo todo tipo de crueldades y vejaciones contra los españoles de Guanajuato. Allende, desesperado, furioso e impotente, impuso la pena de muerte a todo aquel soldado que cometiera actos de pillaje e incluso, narra Lucas Alamán, con su sable mató a un ladrón que saqueaba una casa española. Hidalgo, defensor de los marginados, consideraba que la posibilidad de robar era lo que mantenía unida a la turba insurgente. Tras la batalla del Cerro de las Cruces el 30 de octubre de 1810 y la inexplicable negativa a tomar la Ciudad de México, el ejército se dividió: Allende partió a Guanajuato e Hidalgo a Guadalajara. Fue entonces cuando Allende concibió por primera vez la idea de matar a Hidalgo, pues consideraba que no entendía razones y que con su obstinación llevaba el movimiento al fracaso seguro. Era el principio del fin. Félix María Calleja, el azote de los insurgentes, entró en escena y les propinó dolorosas derrotas en Aculco y Guanajuato. Allende e Hidalgo volvieron a estar juntos sólo para compartir la hecatombe de Puente Calderón el 17 de enero de 1811. Días después, en la Hacienda de Burras, Hidalgo fue despojado del mando de los restos del ejército insurgente y Allende se transformó en único general. Hidalgo quedó en calidad de prisionero de su propio ejército, sin poder de decisión, una figura decorativa mostrada sólo al entrar a los pueblos por el gran arrastre popular que seguía teniendo. Allende, convencido de la necesidad de acabar con Hidalgo para salvar al movimiento, distribuyó en tres partes un mortal veneno: Una parte se la dio a su hijo Indalecio, otra la entregó al capitán Arias y el se quedó con una tercera. La instrucción era envenenar a Hidalgo en la primera oportunidad. Por alguna razón, el sacerdote jamás cayó en la trampa. El 21 de marzo, Hidalgo y Allende yacían prisioneros del traidor Ignacio Elizondo. Durante el proceso en Chihuahua, Allende no dudó en inculpar a Hidalgo y ante sus jueces confesó sus intenciones de envenenarlo. Las actas no mienten. De nada le valió al militar, que el 26 de junio de 1811 fue fusilado por la espalda como traidor junto con Juan Aldama y Mariano Jiménez. Un mes y cuatro días después Hidalgo corría la misma suerte. Los dos próceres insurgentes, o mejor dicho sus cabezas, volvieron a encontrarse en las esquinas de la Alhóndiga donde permanecieron hasta 1821. La posteridad beatificó su odio uniéndolos en el forzado matrimonio de la historia oficial.