Irrupción relámpago. Un auténtico Blitzkrieg. 22 horas en la Gran Tenochtitlán. El viaje más corto que he realizado a la monstruosa capital que alguna vez fue mi casa. Fue, en toda la expresión de la palabra, un viaje de trabajo y sólo de trabajo. Desayuné a las 7:30 de la mañana en el hotel. Mi siguiente bocado entró a mi estómago a las 23:00 a bordo del avión, a donde subí barriendo. Sin embargo, en días así de intensos olvidas comer y el hambre duerme el sueño de los justos. En esos días eres 101% ente laboral.
Fascinante e infernal es la ciudad que alguna vez me adoptó y en la que en algún momento de mi vida llegué a desear vivir para siempre. El México de finales de los 80 y principios de los 90 fue la ciudad a la medida de mi adolescencia. Era la casa que necesitaba en ese entonces. Hoy sólo me resta sentirme afortunado por no vivir más ahí.
Mi colega Roxana Di Carlo me ha hecho llegar un libro que fue la compañía perfecta para el avión: Réquiem para un Ángel de Jorge F. Hernández. Alguna vez he confesado mi adicción hacia los libros que tienen a una urbe como personaje principal. En este réquiem el único personaje es la gran ciudad. Una metáfora inmensa plagada de tentáculos. El libro se lee más como poema que como novela. Mi bitácora simplista lo definiría como un tributo u homenaje a La región más transparente. La referencia a la obra de Carlos Fuentes es tan obvia, que sería aberrante hablar de plagio. Vaya, hasta Ixca Cienfuegos aparece de repente. México inspira y aporta materia prima para alucinarla, metaforizarla y devastarla en ráfagas de tinta siempre enamorada. Carente de trama y plagado de símbolos, Réquiem para un Ángel ha sido capaz de engancharme. Influido por el signo de ese libro fue que aterricé en el DF y si bien no tuve un par de minutos para alguna bucólica contemplación o una imperdonable y reglamentaria exploración en alguna de sus múltiples librerías, México volvió a revelarse ante mí en toda su furiosa y decadente intensidad.
En esta ocasión, el viaje fue un paseo por los centros neurálgicos del poder: Los Pinos, el Senado, San Lázaro. El poder en México DF es una presencia monstruosa, aplastante, un auténtico Leviatán de Hobbes. La estética del poder en la capital es machacante. Demasiados trajes y corbatas, exceso de federales, sardos, choferes, guaruras, correveidiles de todas las jerarquías, “guachomas” insolentes, asistontos juveniles de insoportable chilanguería. Visto de esta manera, el poder en Tijuana me parece sobrio, diría hasta dietético. Sí, la estética del poder en Tijuana padece un exceso de blindaje y R-15, pero ni en su peor pesadilla alcanza las dimensiones bestiales del DF. En Tenochtitlán el poder es la materialización del estado de miedo, del estado depredador, del estado chupasangre. El poder es las garras del monstruo pero es también, y sobre todo, el parásito titánico, la desproporcionada garrapata macrocéfala.
Afuera de San Lázaro, las protestas y los bloqueos, letanía perenne, perorata estorbosa. La protesta ciudadana elevada al más consumado ritual del tedio, del aburrimiento cotidiano, la estéril cacofonía de la redundancia. Que vivo en una nación cuyo centro de poder está enfermo me queda más claro que nunca. Por desgracia, el ente que se opone a un sistema viciado en proceso de podredumbre es una bacteria mucho más dañina. Si amlo es mi única alternativa a este sistema, entonces prefiero pudrirme con él. Si revolución significa amlo, entonces prefiero la dictadura. Los que se han autoproclamado abanderados de la izquierda en México son los gusanos que se aferran a la carne muerta del cadáver. Herederos perfeccionados de los peores vicios del nacionalismo revolucionario, son hoy en día la única piedra dentro del blindado zapato que alberga un píe leproso.
En el Cabildo de Tijuana muchos asistentes duermen, pero todos guardan silencio. Educación elemental, reminiscencia solemne de un respeto a quienes, se supone, tratan temas torales para la comunidad. En el Senado y en el Congreso la situación es harto distinta; muchos duermen también, pero los que están despiertos jamás guardan silencio. En medio de los discursos de sus colegas, los legisladores comadrean, comen, hablan por celular, entran y salen sin el menor recato. Al senador que está hablando en esa tribuna-altar, bendita con la sangre de Belisario Domínguez, nadie lo escucha. Los camarógrafos del canal legislativo que nadie ve, toman la imagen ausentes y distraídos sin variar jamás la toma. El resto de los senadores hablan entre sí en voz alta. Nadie, absolutamente nadie escucha al orador y ni siquiera fingen hacerlo. Afuera los amlistas protestan a grito pelado. Desgarran sus gargantas pero sólo ellos se escuchan. Adentro sólo se oye un ruido molesto y monocorde, un zumbar pesadillezco, un mugido desafinado. La barrera de policías federales que impiden su ingreso, mira a los manifestantes con sopor y desgano, como si enfrentarlos fuera la más aburrida y burocrática de sus tareas cotidianas. Nadie escucha el estéril discurso mal leído por el legislador. Nadie escucha la perorata estridente de los manifestantes. Nadie escucha ni pone atención, porque sabemos que nada de eso importa un carajo. Nuestro sistema político, con sus actores y detractores, con sus políticos y sus seudorevolucionarios, es una carpa de teatro barato, una gigantesca representación, una ficción malograda, una farsa de pésimo gusto. Una patada a los huevos para acabar pronto.
Ahí está nuestra democracia parlamentaria, la gran tribuna donde se debate el futuro de la nación, donde yacen seres más corrientes que comunes, arribistas sin gracia, compadres de compadres, tipejos que ni siquiera saben hablar ni leer, cuyos privilegios chupan nuestras últimas gotas de sangre. A la mierda el poder legislativo, a la mierda la democracia parlamentaria. Eliminemos el congreso. Si un día amanecemos y ese bunker ha sido tragado por la tierra con sus 500 legisladores y sus 300 mil achichincles adentro, nada malo pasaría en ese país. México y los mexicanos seguiríamos caminando como lo hemos hecho, a pesar de ellos y contra ellos.
Fascinante e infernal es la ciudad que alguna vez me adoptó y en la que en algún momento de mi vida llegué a desear vivir para siempre. El México de finales de los 80 y principios de los 90 fue la ciudad a la medida de mi adolescencia. Era la casa que necesitaba en ese entonces. Hoy sólo me resta sentirme afortunado por no vivir más ahí.
Mi colega Roxana Di Carlo me ha hecho llegar un libro que fue la compañía perfecta para el avión: Réquiem para un Ángel de Jorge F. Hernández. Alguna vez he confesado mi adicción hacia los libros que tienen a una urbe como personaje principal. En este réquiem el único personaje es la gran ciudad. Una metáfora inmensa plagada de tentáculos. El libro se lee más como poema que como novela. Mi bitácora simplista lo definiría como un tributo u homenaje a La región más transparente. La referencia a la obra de Carlos Fuentes es tan obvia, que sería aberrante hablar de plagio. Vaya, hasta Ixca Cienfuegos aparece de repente. México inspira y aporta materia prima para alucinarla, metaforizarla y devastarla en ráfagas de tinta siempre enamorada. Carente de trama y plagado de símbolos, Réquiem para un Ángel ha sido capaz de engancharme. Influido por el signo de ese libro fue que aterricé en el DF y si bien no tuve un par de minutos para alguna bucólica contemplación o una imperdonable y reglamentaria exploración en alguna de sus múltiples librerías, México volvió a revelarse ante mí en toda su furiosa y decadente intensidad.
En esta ocasión, el viaje fue un paseo por los centros neurálgicos del poder: Los Pinos, el Senado, San Lázaro. El poder en México DF es una presencia monstruosa, aplastante, un auténtico Leviatán de Hobbes. La estética del poder en la capital es machacante. Demasiados trajes y corbatas, exceso de federales, sardos, choferes, guaruras, correveidiles de todas las jerarquías, “guachomas” insolentes, asistontos juveniles de insoportable chilanguería. Visto de esta manera, el poder en Tijuana me parece sobrio, diría hasta dietético. Sí, la estética del poder en Tijuana padece un exceso de blindaje y R-15, pero ni en su peor pesadilla alcanza las dimensiones bestiales del DF. En Tenochtitlán el poder es la materialización del estado de miedo, del estado depredador, del estado chupasangre. El poder es las garras del monstruo pero es también, y sobre todo, el parásito titánico, la desproporcionada garrapata macrocéfala.
Afuera de San Lázaro, las protestas y los bloqueos, letanía perenne, perorata estorbosa. La protesta ciudadana elevada al más consumado ritual del tedio, del aburrimiento cotidiano, la estéril cacofonía de la redundancia. Que vivo en una nación cuyo centro de poder está enfermo me queda más claro que nunca. Por desgracia, el ente que se opone a un sistema viciado en proceso de podredumbre es una bacteria mucho más dañina. Si amlo es mi única alternativa a este sistema, entonces prefiero pudrirme con él. Si revolución significa amlo, entonces prefiero la dictadura. Los que se han autoproclamado abanderados de la izquierda en México son los gusanos que se aferran a la carne muerta del cadáver. Herederos perfeccionados de los peores vicios del nacionalismo revolucionario, son hoy en día la única piedra dentro del blindado zapato que alberga un píe leproso.
En el Cabildo de Tijuana muchos asistentes duermen, pero todos guardan silencio. Educación elemental, reminiscencia solemne de un respeto a quienes, se supone, tratan temas torales para la comunidad. En el Senado y en el Congreso la situación es harto distinta; muchos duermen también, pero los que están despiertos jamás guardan silencio. En medio de los discursos de sus colegas, los legisladores comadrean, comen, hablan por celular, entran y salen sin el menor recato. Al senador que está hablando en esa tribuna-altar, bendita con la sangre de Belisario Domínguez, nadie lo escucha. Los camarógrafos del canal legislativo que nadie ve, toman la imagen ausentes y distraídos sin variar jamás la toma. El resto de los senadores hablan entre sí en voz alta. Nadie, absolutamente nadie escucha al orador y ni siquiera fingen hacerlo. Afuera los amlistas protestan a grito pelado. Desgarran sus gargantas pero sólo ellos se escuchan. Adentro sólo se oye un ruido molesto y monocorde, un zumbar pesadillezco, un mugido desafinado. La barrera de policías federales que impiden su ingreso, mira a los manifestantes con sopor y desgano, como si enfrentarlos fuera la más aburrida y burocrática de sus tareas cotidianas. Nadie escucha el estéril discurso mal leído por el legislador. Nadie escucha la perorata estridente de los manifestantes. Nadie escucha ni pone atención, porque sabemos que nada de eso importa un carajo. Nuestro sistema político, con sus actores y detractores, con sus políticos y sus seudorevolucionarios, es una carpa de teatro barato, una gigantesca representación, una ficción malograda, una farsa de pésimo gusto. Una patada a los huevos para acabar pronto.
Ahí está nuestra democracia parlamentaria, la gran tribuna donde se debate el futuro de la nación, donde yacen seres más corrientes que comunes, arribistas sin gracia, compadres de compadres, tipejos que ni siquiera saben hablar ni leer, cuyos privilegios chupan nuestras últimas gotas de sangre. A la mierda el poder legislativo, a la mierda la democracia parlamentaria. Eliminemos el congreso. Si un día amanecemos y ese bunker ha sido tragado por la tierra con sus 500 legisladores y sus 300 mil achichincles adentro, nada malo pasaría en ese país. México y los mexicanos seguiríamos caminando como lo hemos hecho, a pesar de ellos y contra ellos.