Del fruto de la vid
Como ya les había platicado, el pasado fin de semana Carolina y yo nos fuimos a Ensenada. Bueno, en realidad nos fuimos desde el jueves, pues aprovechando que mi antigüedad laboral me da hartos días de vacaciones, me permití pedir por adelantado un par de ellos, con afán de tener un mini summer break de medio año. La cuestión es que la mañana del jueves nos fuimos a la Cenicienta del Pacífico y fuimos, como no, a seguir la mágica Ruta del Vino en los viñedos del Valle de Guadalupe.
Pocos lugares son capaces de inspirarme tanto como los viñedos. No es una exageración ni un cliché si digo que esa tarde fue mágica. Caminando por los surcos de tierra, bajo el Sol bajacaliforniano entre miles y miles de plantas de la vid. Las mismas plantas que contemplaron griegos, romanos o fenicios. Las plantas que albergan a esa suerte de Abraxas, espíritu único y eterno multiplicado en millones de uvas que bajo el Sol aguardan el momento de ir a las barricas a reposar el largo sueño de los justos antes de descender a la copa y acceder al paladar, como preludio a la danza ritual que ejecutarán sobre el espíritu del bebedor.
Definitivo, soy un amante del vino (ni se nota Daniel)
Hace más o menos 10 años me comencé a aficionar al producto de la vid. Mis amigos Leonardo del Bosque y Juan Massei tuvieron que ver con ello. Cuando uno es un adolescente su paladar no está educado. El juvenil paladar es feliz con asquerosas mezclas ultra dulces o ultra saladas que preparan en antros tipo el Chez y es capaz de deleitarse con los efluvios de una miserable caguama. Yo también pasé por eso. Hoy en día, sólo tolero bebidas en estado puro y sin mezcla. Sin embargo, al vino lo pongo en punto y aparte. Una cosa es la afición a las bebidas y otra la afición al vino. Mis primeros sueldos ganados en El Norte, allá por 1996, fueron invertidos en mi naciente afición. Vinos chilenos de Concha y Toro, Viña Maipo y Casillero del Diablo cuando andaba en plan más lujoso, empezaron a conformar mi limitada e ignorante cava. Uno siempre empieza por recurrir a los chilenos. Claro, mi paladar no estaba educado y si bien no puedo presumir que hoy en día lo esté ni mucho menos pues sigo siendo un ignorante, algo he aprendido en 10 años como depredador del espíritu de la vid.
A menudo la gente me tacha de petulante y snob por mi afición al vino. Lo consideran un acto de insoportable pedantería, cuando al final de cuentas, según muchos detractores, lo que cuenta es ponerte pedo al menor costo posible. Los comprendo. En este país nuestro no hay cultura de vino y no veo esperanza alguna de que la haya. Pese a que por su privilegiado clima México es un gran productor de vino, los mexicanos no somos grandes bebedores de este celestial producto. Por si fuera poco, la Secretaría de Hacienda se ha dado a la tarea de hacerles la vida imposible a los vinicultores. El resultado, es que en este país la cultura del vino se ha transformado en un capricho de la insoportable y pretenciosa burguesía mexicana. Los vinicultores lo han asumido así. Mientras en otros países el vino es un producto de consumo masivo y popular disponible y accesible para acompañar cada comida, aquí lo hemos transformado en un lujo propio de ocasiones especiales. Ni que soñar de llegar con recipientes vacíos para que nos sirvan litros de vino directamente de las barricas a muy bajo costo como ocurre en la Provenza o en Logroño. Los vinicultores se han resignado a que las masas jamás beberán vino y han apostado todos sus dados a un insoportable mercado snob. Por ello, los excelentes vinos artesanales producidos por ranchos vinícolas de producción limitada como Liceaga, Casa de Piedra o Bibayoff, parecen centrar toda su apuesta en clientes ricos. Me imagino a los vinicultores hablando entre sí y justificando el precio elevadísimo de sus botellas bajo el argumento de que quienes están metidos en el delirio enológico son puros tipos de cartera gorda a la que no le estorba pagar 60 dólares por una botella. Máxime cuando bajo el criterio de la burguesía mexicana, lo atractivo del asunto es que no sea accesible para cualquiera. Cuando un nuevo rico te está comprando una botella de vino a 80 dólares no te está comprando los años de añejamiento, ni la mezcla de uvas ni la calidad de las barricas, sino, por absurdo que suene, te está comprando los 80 dólares. Lo que desea no es darle a su paladar un inmenso placer, sino alimentar a su ego al saberse capaz de derrochar 80 dólares en un trago. Esa es la lógica del snob. Los vinicultores lo han asumido así y prefieren apostar a un mercado pequeño pero pudiente, que masificar el producto. Por ello el Valle de Guadalupe en Ensenada apuesta por transformarse en un paseo de aristócratas. Me gustaría que el vino fuera accesible para todos. Me gustaría que en cualquier restaurante así fuera de tortas, puedas pedir vino d ela misma forma que pides cerveza. En Europa te descorchan una botella en cualquier fonda. Aquí se necesita que sea un restaurante con pretensiones finas. El vino ensenadense, estoy convencido, está en posibilidades de competir con los mejores del mundo. Me gustaría ver vinos mexicanos exportados a todo el mundo como hacen Chile y Argentina. Me gustaría que las familias mexicanas descubrieran que un vaso de vino en la comida es mucho más sano que el veneno de coca cola que beben. Sí, me gustarían muchas cosas, pero por ahora me conformo con disfrutar de ese paraíso llamado Valle de Guadalupe.
¿Quieren conocer algo muy similar a eso que llaman cielo? Vayan al Valle de Guadalupe en una tarde soleada, siéntense en medio de los viñedos, descorchen una botella de Nebbiolo y déjenlo reposar lentamente en el paladar mientras miran el horizonte. Entonces podrán afirmar como yo, que Dios tal vez existe.
Como ya les había platicado, el pasado fin de semana Carolina y yo nos fuimos a Ensenada. Bueno, en realidad nos fuimos desde el jueves, pues aprovechando que mi antigüedad laboral me da hartos días de vacaciones, me permití pedir por adelantado un par de ellos, con afán de tener un mini summer break de medio año. La cuestión es que la mañana del jueves nos fuimos a la Cenicienta del Pacífico y fuimos, como no, a seguir la mágica Ruta del Vino en los viñedos del Valle de Guadalupe.
Pocos lugares son capaces de inspirarme tanto como los viñedos. No es una exageración ni un cliché si digo que esa tarde fue mágica. Caminando por los surcos de tierra, bajo el Sol bajacaliforniano entre miles y miles de plantas de la vid. Las mismas plantas que contemplaron griegos, romanos o fenicios. Las plantas que albergan a esa suerte de Abraxas, espíritu único y eterno multiplicado en millones de uvas que bajo el Sol aguardan el momento de ir a las barricas a reposar el largo sueño de los justos antes de descender a la copa y acceder al paladar, como preludio a la danza ritual que ejecutarán sobre el espíritu del bebedor.
Definitivo, soy un amante del vino (ni se nota Daniel)
Hace más o menos 10 años me comencé a aficionar al producto de la vid. Mis amigos Leonardo del Bosque y Juan Massei tuvieron que ver con ello. Cuando uno es un adolescente su paladar no está educado. El juvenil paladar es feliz con asquerosas mezclas ultra dulces o ultra saladas que preparan en antros tipo el Chez y es capaz de deleitarse con los efluvios de una miserable caguama. Yo también pasé por eso. Hoy en día, sólo tolero bebidas en estado puro y sin mezcla. Sin embargo, al vino lo pongo en punto y aparte. Una cosa es la afición a las bebidas y otra la afición al vino. Mis primeros sueldos ganados en El Norte, allá por 1996, fueron invertidos en mi naciente afición. Vinos chilenos de Concha y Toro, Viña Maipo y Casillero del Diablo cuando andaba en plan más lujoso, empezaron a conformar mi limitada e ignorante cava. Uno siempre empieza por recurrir a los chilenos. Claro, mi paladar no estaba educado y si bien no puedo presumir que hoy en día lo esté ni mucho menos pues sigo siendo un ignorante, algo he aprendido en 10 años como depredador del espíritu de la vid.
A menudo la gente me tacha de petulante y snob por mi afición al vino. Lo consideran un acto de insoportable pedantería, cuando al final de cuentas, según muchos detractores, lo que cuenta es ponerte pedo al menor costo posible. Los comprendo. En este país nuestro no hay cultura de vino y no veo esperanza alguna de que la haya. Pese a que por su privilegiado clima México es un gran productor de vino, los mexicanos no somos grandes bebedores de este celestial producto. Por si fuera poco, la Secretaría de Hacienda se ha dado a la tarea de hacerles la vida imposible a los vinicultores. El resultado, es que en este país la cultura del vino se ha transformado en un capricho de la insoportable y pretenciosa burguesía mexicana. Los vinicultores lo han asumido así. Mientras en otros países el vino es un producto de consumo masivo y popular disponible y accesible para acompañar cada comida, aquí lo hemos transformado en un lujo propio de ocasiones especiales. Ni que soñar de llegar con recipientes vacíos para que nos sirvan litros de vino directamente de las barricas a muy bajo costo como ocurre en la Provenza o en Logroño. Los vinicultores se han resignado a que las masas jamás beberán vino y han apostado todos sus dados a un insoportable mercado snob. Por ello, los excelentes vinos artesanales producidos por ranchos vinícolas de producción limitada como Liceaga, Casa de Piedra o Bibayoff, parecen centrar toda su apuesta en clientes ricos. Me imagino a los vinicultores hablando entre sí y justificando el precio elevadísimo de sus botellas bajo el argumento de que quienes están metidos en el delirio enológico son puros tipos de cartera gorda a la que no le estorba pagar 60 dólares por una botella. Máxime cuando bajo el criterio de la burguesía mexicana, lo atractivo del asunto es que no sea accesible para cualquiera. Cuando un nuevo rico te está comprando una botella de vino a 80 dólares no te está comprando los años de añejamiento, ni la mezcla de uvas ni la calidad de las barricas, sino, por absurdo que suene, te está comprando los 80 dólares. Lo que desea no es darle a su paladar un inmenso placer, sino alimentar a su ego al saberse capaz de derrochar 80 dólares en un trago. Esa es la lógica del snob. Los vinicultores lo han asumido así y prefieren apostar a un mercado pequeño pero pudiente, que masificar el producto. Por ello el Valle de Guadalupe en Ensenada apuesta por transformarse en un paseo de aristócratas. Me gustaría que el vino fuera accesible para todos. Me gustaría que en cualquier restaurante así fuera de tortas, puedas pedir vino d ela misma forma que pides cerveza. En Europa te descorchan una botella en cualquier fonda. Aquí se necesita que sea un restaurante con pretensiones finas. El vino ensenadense, estoy convencido, está en posibilidades de competir con los mejores del mundo. Me gustaría ver vinos mexicanos exportados a todo el mundo como hacen Chile y Argentina. Me gustaría que las familias mexicanas descubrieran que un vaso de vino en la comida es mucho más sano que el veneno de coca cola que beben. Sí, me gustarían muchas cosas, pero por ahora me conformo con disfrutar de ese paraíso llamado Valle de Guadalupe.
¿Quieren conocer algo muy similar a eso que llaman cielo? Vayan al Valle de Guadalupe en una tarde soleada, siéntense en medio de los viñedos, descorchen una botella de Nebbiolo y déjenlo reposar lentamente en el paladar mientras miran el horizonte. Entonces podrán afirmar como yo, que Dios tal vez existe.