El asesinato de la Navidad
Es de noche. Luego de consumar el ritual que antecede al exilio, ritual que carece de toda la magia y deseo de la bienvenida, tomo en mis brazos el cuerpo desnudo y lo saco de casa. Es un cadáver insepulto, estorboso, que poco a poco empieza a apestar. Un huésped que hace un mes fue bienvenido entre fanfarrias y que ahora empieza a ser molesto, terriblemente obsoleto, fuera de lugar. Sus ropajes, esferas, moños y angelitos, yacen dentro de una caja donde esperarán un año arrumbados en el oscuro rincón, ese cementerio donde van a dar las cosas que no forman parte de nuestra diaria rutina. Al amparo de la noche, el cadáver desnudo es arrojado por mí en algún baldío donde yacen otros tantos cadáveres secos, insepultos, humillados. Después regreso a casa y con escoba y aspiradora barremos toda evidencia que nos recuerde su presencia. El mismo huésped que con tanto deseo fuimos a invitar los últimos días de noviembre y que colocamos brindando con cerveza Noche Buena mientras sonaban los villancicos y los buenos deseos flotaban en al aire, es sacado en forma furtiva por la puerta trasera, sin un adiós, sin una palabra de agradecimiento, sin una bendición para aquel que por un mes y medio fue un habitante de nuestro hogar. Triste destino el de los pinitos de Navidad. No hay nada más triste y obsoleto que ser un pino navideño el 15 de enero. El exilio del árbol marca la sentencia de muerte de la Navidad y la bienvenida de enero, el mes oficial de la cruda, del trabajo duro, del cinturón apretado, del asesinato de los excesos, de la llegada de los límites, de la insoportable sobriedad, de los píes en la áspera tierra. Descanse en paz arbolito de Navidad.
Es de noche. Luego de consumar el ritual que antecede al exilio, ritual que carece de toda la magia y deseo de la bienvenida, tomo en mis brazos el cuerpo desnudo y lo saco de casa. Es un cadáver insepulto, estorboso, que poco a poco empieza a apestar. Un huésped que hace un mes fue bienvenido entre fanfarrias y que ahora empieza a ser molesto, terriblemente obsoleto, fuera de lugar. Sus ropajes, esferas, moños y angelitos, yacen dentro de una caja donde esperarán un año arrumbados en el oscuro rincón, ese cementerio donde van a dar las cosas que no forman parte de nuestra diaria rutina. Al amparo de la noche, el cadáver desnudo es arrojado por mí en algún baldío donde yacen otros tantos cadáveres secos, insepultos, humillados. Después regreso a casa y con escoba y aspiradora barremos toda evidencia que nos recuerde su presencia. El mismo huésped que con tanto deseo fuimos a invitar los últimos días de noviembre y que colocamos brindando con cerveza Noche Buena mientras sonaban los villancicos y los buenos deseos flotaban en al aire, es sacado en forma furtiva por la puerta trasera, sin un adiós, sin una palabra de agradecimiento, sin una bendición para aquel que por un mes y medio fue un habitante de nuestro hogar. Triste destino el de los pinitos de Navidad. No hay nada más triste y obsoleto que ser un pino navideño el 15 de enero. El exilio del árbol marca la sentencia de muerte de la Navidad y la bienvenida de enero, el mes oficial de la cruda, del trabajo duro, del cinturón apretado, del asesinato de los excesos, de la llegada de los límites, de la insoportable sobriedad, de los píes en la áspera tierra. Descanse en paz arbolito de Navidad.