Las rayas
Con todo el morbo del mundo y las evidentes ganas de chingar, mucha gente se me ha acercado esta mañana a preguntarme qué me parece la final del futbol mexicano. Mi respuesta es simple y cortante: No me interesa ni pienso verla. Tengo mejores cosas que hacer. Cuando me hacen la pregunta obvia sobre a quién le voy, me limito a responderles que ojalá y la ganen los Pumas de la UNAM. Sí, ya se que les llama mucho la atención el hecho de que siendo yo regiomontano no apoye a las rayas. Carajo, como si un aficionado a los Pumas apoyara al América en una final por solidaridad chilanga o un aficionado de Boca Juniors se pusiera la camiseta del River por solidaridad porteña o un aficionado del Celtic se pusiera la de Rangers por amor Glasgow. Mi equipo se llama Tigres de la UANL y punto. El otro equipo de la ciudad me resulta detestable y no, no hay ninguna lagrimita de nostalgia regional que me haga desear verlos campeones. Las rayas me cagan la madre y les deseo la derrota siempre y en cualquier circunstancia ¿Es eso lo que esperaban escuchar o leer? Pues ahí está. Incluso si jugaran una final de Libertadores yo apoyaría al equipo sudamericano.
Ni modo, no era la mula arisca, pero los rayaditos se han ganado mi desprecio a pulso. Hace muchos años, en las épocas en que Bahía y el Abuelo Cruz ganaron un mini campeonato de juguete contra el Tampico Madero, las rayas eran un equipo humilde, de pueblo, que deleitaba a su público. En aquella época no los odiaba e incluso era capaz de medianamente apoyarlos por solidaridad regional.
Pero sucedió que los aficionados rayados jamás pensaron igual. Ellos se pasaron la vida tirándole mierda a los Tigres, echándonos mierda y media, festejando a gritos nuestro fatídico descenso a Primera A en 1996, en el que el cerdo corrupto y repugnante de Jorge Lankenau se dedicó a pagar árbitros para perjudicar a Tigres.
Por más que yo me mantenía neutral, siempre estaban los rayaditos, saliendo como cucarachas de las cloacas, jodiéndome la madre y despotricando contra los Tigres. Así que aprendí a despreciarlos. Ni modo, es algo más fuerte que yo. Ese pinche equipo me genera una repugnancia sin igual y no me nace apoyarlos. Nomás no. Por favor, no me pidan lo imposible. Sería tanto como que me pidieran que me tragara ratas vivas. Simplemente no me nace. Me genera asco.
Por eso cuando Atlante les ganó la final en 1993 y los humilló en su estadio yo celebré el triunfo a gritos, con jolgorio pleno, en su puta cara. Aún conservo mi camisa original de Atlante Campeón que me regaló Roberto Andrade en aquel partido.
Ojalá los Pumitas de la UNAM repitan esa historia y los humillen en su casa. De cualquier manera, no pienso ver la final. Sufran Rayas.
PD- No olviden el 6-2. Nos vemos en la Jornada 2 del Clausura.
Con todo el morbo del mundo y las evidentes ganas de chingar, mucha gente se me ha acercado esta mañana a preguntarme qué me parece la final del futbol mexicano. Mi respuesta es simple y cortante: No me interesa ni pienso verla. Tengo mejores cosas que hacer. Cuando me hacen la pregunta obvia sobre a quién le voy, me limito a responderles que ojalá y la ganen los Pumas de la UNAM. Sí, ya se que les llama mucho la atención el hecho de que siendo yo regiomontano no apoye a las rayas. Carajo, como si un aficionado a los Pumas apoyara al América en una final por solidaridad chilanga o un aficionado de Boca Juniors se pusiera la camiseta del River por solidaridad porteña o un aficionado del Celtic se pusiera la de Rangers por amor Glasgow. Mi equipo se llama Tigres de la UANL y punto. El otro equipo de la ciudad me resulta detestable y no, no hay ninguna lagrimita de nostalgia regional que me haga desear verlos campeones. Las rayas me cagan la madre y les deseo la derrota siempre y en cualquier circunstancia ¿Es eso lo que esperaban escuchar o leer? Pues ahí está. Incluso si jugaran una final de Libertadores yo apoyaría al equipo sudamericano.
Ni modo, no era la mula arisca, pero los rayaditos se han ganado mi desprecio a pulso. Hace muchos años, en las épocas en que Bahía y el Abuelo Cruz ganaron un mini campeonato de juguete contra el Tampico Madero, las rayas eran un equipo humilde, de pueblo, que deleitaba a su público. En aquella época no los odiaba e incluso era capaz de medianamente apoyarlos por solidaridad regional.
Pero sucedió que los aficionados rayados jamás pensaron igual. Ellos se pasaron la vida tirándole mierda a los Tigres, echándonos mierda y media, festejando a gritos nuestro fatídico descenso a Primera A en 1996, en el que el cerdo corrupto y repugnante de Jorge Lankenau se dedicó a pagar árbitros para perjudicar a Tigres.
Por más que yo me mantenía neutral, siempre estaban los rayaditos, saliendo como cucarachas de las cloacas, jodiéndome la madre y despotricando contra los Tigres. Así que aprendí a despreciarlos. Ni modo, es algo más fuerte que yo. Ese pinche equipo me genera una repugnancia sin igual y no me nace apoyarlos. Nomás no. Por favor, no me pidan lo imposible. Sería tanto como que me pidieran que me tragara ratas vivas. Simplemente no me nace. Me genera asco.
Por eso cuando Atlante les ganó la final en 1993 y los humilló en su estadio yo celebré el triunfo a gritos, con jolgorio pleno, en su puta cara. Aún conservo mi camisa original de Atlante Campeón que me regaló Roberto Andrade en aquel partido.
Ojalá los Pumitas de la UNAM repitan esa historia y los humillen en su casa. De cualquier manera, no pienso ver la final. Sufran Rayas.
PD- No olviden el 6-2. Nos vemos en la Jornada 2 del Clausura.