No existe poder político sin liturgia. El chapoteo en miasmas narcicísticos constituye la apoteosis de un gobernante. El poder es ante todo un símbolo y por ello no es correcto que renuncie a su simbología. La teatralidad es inherente al ejercicio del poder. En el teatro está la trascendencia misma, pues no existe la Historia donde no hay histrionismo. Así las cosas, es perfectamente comprensible que el montaje del poder sea mucho más trascendente para el poderoso que el ejercicio práctico de ese mismo poder.
El comportamiento humano no evoluciona. El Zoon Politikon del que habla Aristóteles es en todo caso un animal prehistórico gobernado por ancestrales impulsos.
Lo que vimos la noche del martes en Tijuana es la catarsis ceremonial de todo príncipe: La coronación. Los siglos transcurren, la humanidad se inventa nuevas ideas en que creer, se masturba con conceptos de universos igualitarios, pero al final, la vocación de Rey- vasallo acaba por demostrarse eterna. Las voluntades divinas, los todo poderosos y la masa, el cetro y la corona, la esencia misma de la condición humana.
La coronación, el ascenso de un gobernante requiere de la liturgia teatral para legitimarse. No bastan las formalidades legales, siempre tan aburridas. No, eso jamás bastará. Para legitimar a un gobernante ante su pueblo es imprescindible la puesta en escena.
Los elementos que requeriría un dramaturgo para llevar a cabo esta representación, son los mismos que hubiera ocupado cualquier rey medieval: Plaza pública, palacio, nobleza, masa. Autoridad eclesiástica y militar en primera fila, pues es imprescindible que los señores de Dios y los señores de la Guerra den fe del ascenso del príncipe. Y sí, habrá siempre vestales, damiselas, a las que hoy llaman edecanes, pues la belleza femenina es y ha sido siempre imprescindible como ornato. Habrá por supuesto alfombra roja, pues los píes del príncipe no tocan el plebeyo suelo. Habrá flores en cada rincón, pues la morada del príncipe es ante todo un edén. Y habrá, cómo no, pan y circo. A cinco pesos tus tacos de birria, tripa y chile relleno para los plebeyos estómagos, gratis las cinco horas de música popular. Mariachi, banda sinaloense y requinteos de Batiz para los plebeyos oídos que aguantan el frío en espera de ver el cielo iluminarse. Pero dentro de Palacio (que risible es que le llamen Palacio a una bazofia arquitectónica) estará la vajilla de plata, los tulipanes como centro de mesa y la música refinada para los oídos aristocráticos. La elite, la casta gobernante o eso que hoy llaman con la sutil mamada de VIP (aún no se quién carajos inventó ese ridículo concepto) se regodea a los píes del gobernante como las rémoras que degluten las sobras vomitadas por el tiburón, o los pájaros insectívoros que se dan un banquete con los piojos del rinoceronte. Ah la elite, tan necesaria para el mantenimiento de la Polis. Elite política, empresarial, eclesiástica, cultural y alguno que otro periodista con lepra que desea ungir su cuerpo con las babas del Príncipe.
Mientras tanto, el pueblo se deleita en jolgorio con las luces artificiales. La iluminación del cielo siempre ha cautivado al ser humano. Una noche alumbrada por luces multicolores es señal de un gran acontecimiento. La masa, la eterna masa, esa que mide por miles y no por nombres y apellidos, certifica con sus vítores y aplausos el arribo del Príncipe.
El comportamiento humano no evoluciona. El Zoon Politikon del que habla Aristóteles es en todo caso un animal prehistórico gobernado por ancestrales impulsos.
Lo que vimos la noche del martes en Tijuana es la catarsis ceremonial de todo príncipe: La coronación. Los siglos transcurren, la humanidad se inventa nuevas ideas en que creer, se masturba con conceptos de universos igualitarios, pero al final, la vocación de Rey- vasallo acaba por demostrarse eterna. Las voluntades divinas, los todo poderosos y la masa, el cetro y la corona, la esencia misma de la condición humana.
La coronación, el ascenso de un gobernante requiere de la liturgia teatral para legitimarse. No bastan las formalidades legales, siempre tan aburridas. No, eso jamás bastará. Para legitimar a un gobernante ante su pueblo es imprescindible la puesta en escena.
Los elementos que requeriría un dramaturgo para llevar a cabo esta representación, son los mismos que hubiera ocupado cualquier rey medieval: Plaza pública, palacio, nobleza, masa. Autoridad eclesiástica y militar en primera fila, pues es imprescindible que los señores de Dios y los señores de la Guerra den fe del ascenso del príncipe. Y sí, habrá siempre vestales, damiselas, a las que hoy llaman edecanes, pues la belleza femenina es y ha sido siempre imprescindible como ornato. Habrá por supuesto alfombra roja, pues los píes del príncipe no tocan el plebeyo suelo. Habrá flores en cada rincón, pues la morada del príncipe es ante todo un edén. Y habrá, cómo no, pan y circo. A cinco pesos tus tacos de birria, tripa y chile relleno para los plebeyos estómagos, gratis las cinco horas de música popular. Mariachi, banda sinaloense y requinteos de Batiz para los plebeyos oídos que aguantan el frío en espera de ver el cielo iluminarse. Pero dentro de Palacio (que risible es que le llamen Palacio a una bazofia arquitectónica) estará la vajilla de plata, los tulipanes como centro de mesa y la música refinada para los oídos aristocráticos. La elite, la casta gobernante o eso que hoy llaman con la sutil mamada de VIP (aún no se quién carajos inventó ese ridículo concepto) se regodea a los píes del gobernante como las rémoras que degluten las sobras vomitadas por el tiburón, o los pájaros insectívoros que se dan un banquete con los piojos del rinoceronte. Ah la elite, tan necesaria para el mantenimiento de la Polis. Elite política, empresarial, eclesiástica, cultural y alguno que otro periodista con lepra que desea ungir su cuerpo con las babas del Príncipe.
Mientras tanto, el pueblo se deleita en jolgorio con las luces artificiales. La iluminación del cielo siempre ha cautivado al ser humano. Una noche alumbrada por luces multicolores es señal de un gran acontecimiento. La masa, la eterna masa, esa que mide por miles y no por nombres y apellidos, certifica con sus vítores y aplausos el arribo del Príncipe.