EPILOGO
Pánico en el cielo de Londres
London Calling. Nunca la rolita de The Clash me había resultado tan tétrica. Nuestro vuelo de American Airlines había despegado dos horas y media antes del Charles de Gaulle. Ya nos habían servido el desabrido almuerzo de la siempre tacaña aerolínea gringa y nos preparábamos para echar una pestañeada sobre el Atlántico esperando despertar en Nueva York, cuando se escuchó la voz del piloto: Palabras más, palabras menos, con toda la monotonía y la frialdad de la que es capaz un capitán de aeronave estadounidense, dijo que por causas de fuerza mayor debíamos aterrizar en Londres. Un problema mecánico, nos dijo. La traducción al francés fue un poco más específica y alcancé a comprender (gracias a alguna rebelión del subconsciente pese a mis siete años de pintas y distracciones en el Liceo Anglo Francés de Monterrey) que estábamos derramando combustible. Cuando Carolina le preguntó amablemente a un sobrecargo qué carajos pasaría con nuestra conexión a San Diego, éste respondió amable y mariconamente (todos los aeromozos son irremediablemente homosexuales) que primero nos preocupáramos por aterrizar sanos y salvos y luego pensáramos en nuestra mentada conexión. Las cosas están graves. De cualquier manera, el retorno a nuestro forzoso aterrizaje se demoró por más de una angustiante hora. Cuando el dolor de oído me notificó el inicio del descenso pude distinguir las preciosas canchas de entrenamiento de clubes de tercera división que se encuentran en las cercanías de Heathrow y la siempre engañosa visión aérea de las afueras londinesas.
Para hacer el cuadro más angustiante, la aeronave revoloteó sobre Londres alrededor de media hora sin recibir autorización para aterrizar. En un momento todo hacía indicar que aterrizaríamos y cuando ya sentíamos tocar tierra, la aeronave volvió a tomar altura. Irremediablemente recordé la célebre escena inicial de Versos satánicos de Mister Salman Rushdie, cuando los señores Farishta y Chamcha caen por los cielos de Inglaterra luego del estallido de su avión. Para entonces ya no tarareaba London Calling de The Clash, sino Lucifer over London de Rotting Christ. Pensé en la inquebrantable voluntad de la Santísima Muerte. Algunos de los pasajeros ya habían sido traicionados por los nervios. El piloto advirtió que si veíamos humo y fuego no nos sorprendiéramos, pues la fricción del aterrizaje podría provocarlo con el combustible derramado. Carolina y yo nos tomamos las manos, cerramos los ojos y el avión tocó tierra. Una buena cantidad de bomberos nos aguardaban. Sólo un poco de humo y un hedor a quemado. La Santísima canceló su invitación al baile.
Seis horas en Heathrow cortesía de AA
Por tercera vez en mi vida llegaba al aeropuerto de Londres. La Santísima canceló su invitación, cierto, pero los aduanales ingleses no tuvieron a bien cancelar su inspección secundaria. No estaba en nuestros planes llegar a Londres, pero aún así, visitantes involuntarios con ánimo de sobrevivientes, fuimos obligados a pasar por Aduana.
Zapato quitado, detector de simpatías terroristas y sentimientos anti blairianos y luego al caos de American Airlines, a buscar ser colocados en un nuevo vuelo. Nuestra conexión de Nueva York a San Diego se había perdido, sobra decirlo. Seis horas después, fuimos acomodados en un vuelo que salía de Londres a Nueva York por la noche. Llegaríamos al JFK de la Gran Manzana en pleno atardecer y la aerolínea, faltaba más, nos acomodaría en un hotel neoyorquino que resultó ser el Ramada de Queens.
Así las cosas, no quedaba más que esperar sentados en algún rincón de ese Babel llamado Heathrow. ¿Quieren darse una probadita de eso que llaman mundo global, postmodernidad multicultural u otro término teorréico por el estilo? Pues bien, les recomiendo que se sienten una tarde en a contemplar la fauna de London Heathrow.
Rodeados de los mostradores de aerolíneas tan improbables como Qatar Airlines o Fly Emirates, entre turbantes, sayales pakis (¿se llaman kafthán?), barbas de rabinos y las incontables hordas chino-japonesas (esas no son exclusivas de Heathrow; están regadas por todo el planeta antes de ir a parar a Mexicali) aguardamos la hora de nuestra partida. Reparamos entonces en que ni uno solo, pero literalmente ni uno solo de los empleados que se cruzaron en nuestro camino en Londres era un inglés anglosajón. Desde los aduanales, hasta los encargados del mostrador de la aerolínea y los empleados de las tiendas y bares eran de la India o Pakistán o Bangla Desh o Sri Lanka o vaya usted a saber de dónde carajos. Cuando uno se dirige a ellos contestan con unas palabras que luego de algunos minutos te das cuenta que pertenecen, al menos en teoría, a la lengua de Shakespeare. Una vez que te han atendido, los empleados continúan hablando entre ellos en su lengua incomprensible para nosotros, pobres occidentales. Ningún caballero del Rey Arturo, ningún sobrino de la Reina Victoria, por su ausencia brillaron los flemáticos discípulos de Dickens y De Quincey. Hoy en día Londres está abarrotada por la generación Salman Rushdie. Desde mi primera visita a la Pérfida Albión ocho años atrás, me di cuenta que en Londres hay más pakis que en Pakistán y más indios que en Bombay. Hoy en día David Beckham no es más que el símbolo de la Inglaterra que fue, de las blancas minorías que no salen a las calles y que jamás trabajan en los aeropuertos.
Por cierto que en Heathrow no me fue posible encontrar un espacio público de internet, pero sí cualquier cantidad de tiendas de marcas prestigiadas, pues a uno cuando viaja se le suele ofrecer comprar una corbata de Hermes o un saco de Harrods. Ya en serio, si quieren que sea honesto, nunca he entendido quién carajos va tomarse el tiempo de comprar ropa de diseñador en un aeropuerto. Nos hubiera gustado tener el tiempo de irnos a tomar una New Castle Brown Ale en el Soho, sin embargo cinco horas son una eternidad cuando aguardas la salida de un vuelo, pero apenas un suspiro si se trata de ir a rolar y emborracharse con cerveza tibia. Vista la situación, Carol y yo aguardamos pacientes y amodorrados el que ahora sí sería nuestro definitivo retorno a América, que no a California, pues aún debimos pasar una noche neoyorquina (todos los pinches caminos acaban por llevarme a Nueva York la ciudad de mis fantasmas y mis cortes de pelo compulsivos) antes de llegar a la costa del Pacífico y retornar a la ciudad donde Empieza la Patria.
Pánico en el cielo de Londres
London Calling. Nunca la rolita de The Clash me había resultado tan tétrica. Nuestro vuelo de American Airlines había despegado dos horas y media antes del Charles de Gaulle. Ya nos habían servido el desabrido almuerzo de la siempre tacaña aerolínea gringa y nos preparábamos para echar una pestañeada sobre el Atlántico esperando despertar en Nueva York, cuando se escuchó la voz del piloto: Palabras más, palabras menos, con toda la monotonía y la frialdad de la que es capaz un capitán de aeronave estadounidense, dijo que por causas de fuerza mayor debíamos aterrizar en Londres. Un problema mecánico, nos dijo. La traducción al francés fue un poco más específica y alcancé a comprender (gracias a alguna rebelión del subconsciente pese a mis siete años de pintas y distracciones en el Liceo Anglo Francés de Monterrey) que estábamos derramando combustible. Cuando Carolina le preguntó amablemente a un sobrecargo qué carajos pasaría con nuestra conexión a San Diego, éste respondió amable y mariconamente (todos los aeromozos son irremediablemente homosexuales) que primero nos preocupáramos por aterrizar sanos y salvos y luego pensáramos en nuestra mentada conexión. Las cosas están graves. De cualquier manera, el retorno a nuestro forzoso aterrizaje se demoró por más de una angustiante hora. Cuando el dolor de oído me notificó el inicio del descenso pude distinguir las preciosas canchas de entrenamiento de clubes de tercera división que se encuentran en las cercanías de Heathrow y la siempre engañosa visión aérea de las afueras londinesas.
Para hacer el cuadro más angustiante, la aeronave revoloteó sobre Londres alrededor de media hora sin recibir autorización para aterrizar. En un momento todo hacía indicar que aterrizaríamos y cuando ya sentíamos tocar tierra, la aeronave volvió a tomar altura. Irremediablemente recordé la célebre escena inicial de Versos satánicos de Mister Salman Rushdie, cuando los señores Farishta y Chamcha caen por los cielos de Inglaterra luego del estallido de su avión. Para entonces ya no tarareaba London Calling de The Clash, sino Lucifer over London de Rotting Christ. Pensé en la inquebrantable voluntad de la Santísima Muerte. Algunos de los pasajeros ya habían sido traicionados por los nervios. El piloto advirtió que si veíamos humo y fuego no nos sorprendiéramos, pues la fricción del aterrizaje podría provocarlo con el combustible derramado. Carolina y yo nos tomamos las manos, cerramos los ojos y el avión tocó tierra. Una buena cantidad de bomberos nos aguardaban. Sólo un poco de humo y un hedor a quemado. La Santísima canceló su invitación al baile.
Seis horas en Heathrow cortesía de AA
Por tercera vez en mi vida llegaba al aeropuerto de Londres. La Santísima canceló su invitación, cierto, pero los aduanales ingleses no tuvieron a bien cancelar su inspección secundaria. No estaba en nuestros planes llegar a Londres, pero aún así, visitantes involuntarios con ánimo de sobrevivientes, fuimos obligados a pasar por Aduana.
Zapato quitado, detector de simpatías terroristas y sentimientos anti blairianos y luego al caos de American Airlines, a buscar ser colocados en un nuevo vuelo. Nuestra conexión de Nueva York a San Diego se había perdido, sobra decirlo. Seis horas después, fuimos acomodados en un vuelo que salía de Londres a Nueva York por la noche. Llegaríamos al JFK de la Gran Manzana en pleno atardecer y la aerolínea, faltaba más, nos acomodaría en un hotel neoyorquino que resultó ser el Ramada de Queens.
Así las cosas, no quedaba más que esperar sentados en algún rincón de ese Babel llamado Heathrow. ¿Quieren darse una probadita de eso que llaman mundo global, postmodernidad multicultural u otro término teorréico por el estilo? Pues bien, les recomiendo que se sienten una tarde en a contemplar la fauna de London Heathrow.
Rodeados de los mostradores de aerolíneas tan improbables como Qatar Airlines o Fly Emirates, entre turbantes, sayales pakis (¿se llaman kafthán?), barbas de rabinos y las incontables hordas chino-japonesas (esas no son exclusivas de Heathrow; están regadas por todo el planeta antes de ir a parar a Mexicali) aguardamos la hora de nuestra partida. Reparamos entonces en que ni uno solo, pero literalmente ni uno solo de los empleados que se cruzaron en nuestro camino en Londres era un inglés anglosajón. Desde los aduanales, hasta los encargados del mostrador de la aerolínea y los empleados de las tiendas y bares eran de la India o Pakistán o Bangla Desh o Sri Lanka o vaya usted a saber de dónde carajos. Cuando uno se dirige a ellos contestan con unas palabras que luego de algunos minutos te das cuenta que pertenecen, al menos en teoría, a la lengua de Shakespeare. Una vez que te han atendido, los empleados continúan hablando entre ellos en su lengua incomprensible para nosotros, pobres occidentales. Ningún caballero del Rey Arturo, ningún sobrino de la Reina Victoria, por su ausencia brillaron los flemáticos discípulos de Dickens y De Quincey. Hoy en día Londres está abarrotada por la generación Salman Rushdie. Desde mi primera visita a la Pérfida Albión ocho años atrás, me di cuenta que en Londres hay más pakis que en Pakistán y más indios que en Bombay. Hoy en día David Beckham no es más que el símbolo de la Inglaterra que fue, de las blancas minorías que no salen a las calles y que jamás trabajan en los aeropuertos.
Por cierto que en Heathrow no me fue posible encontrar un espacio público de internet, pero sí cualquier cantidad de tiendas de marcas prestigiadas, pues a uno cuando viaja se le suele ofrecer comprar una corbata de Hermes o un saco de Harrods. Ya en serio, si quieren que sea honesto, nunca he entendido quién carajos va tomarse el tiempo de comprar ropa de diseñador en un aeropuerto. Nos hubiera gustado tener el tiempo de irnos a tomar una New Castle Brown Ale en el Soho, sin embargo cinco horas son una eternidad cuando aguardas la salida de un vuelo, pero apenas un suspiro si se trata de ir a rolar y emborracharse con cerveza tibia. Vista la situación, Carol y yo aguardamos pacientes y amodorrados el que ahora sí sería nuestro definitivo retorno a América, que no a California, pues aún debimos pasar una noche neoyorquina (todos los pinches caminos acaban por llevarme a Nueva York la ciudad de mis fantasmas y mis cortes de pelo compulsivos) antes de llegar a la costa del Pacífico y retornar a la ciudad donde Empieza la Patria.