Catedrales
Admirar catedrales. Elevar los ojos a las alturas y diluir la mirada en imponentes cúpulas e incomprensibles bóvedas que infructuosamente tratamos de descifrar.
¿Qué sería de Europa sin sus catedrales? ¿Hasta qué punto la esencia de una ciudad está marcada por su catedral? Notre Dame, San Stephan, San Vito, St Paul, Colonia, Brujas, la Sagrada Familia, están ahí, cual petulantes y frías princesas, indiferentes ante los miles de flashes fotográficos que se disparan sobre ellas todos los días, sordas ante las exclamaciones de adulación de los atolondrados turistas que admiran su magnificencia.
No cabe duda que el sentimiento religioso ha sido el responsable de los mayores orgasmos arquitectónicos de la humanidad. Ateo como soy, confieso una incomprensible debilidad hacia la contemplación de recintos sagrados y puedo pasar horas dentro de una gran catedral respirando su eternidad.
Pese al oscurantismo y la ignorancia que le ha contagiado a lo largo de dos milenios, la humanidad debe al catolicismo muchas de las mayores joyas arquitectónicas de este planeta.
¿Qué llevó a los católicos a construir semejantes monumentos? ¿Era tan grade su deseo de agradar a su Dios, que se esmeraban en grado extremo y sobrehumano para entregar un recinto diabólicamente perfecto? ¿O había algo de soberbia en su acto? ¿No serían las catedrales, como la Torre de Babel, un desafío al poder divino, una demostración de la omnipotencia del hombre? ¿Qué vemos en las catedrales? ¿Humildad religiosa o soberbia humana?
Hoy en día Europa presume sus catedrales al mundo. Los gobiernos gastan millones de dólares al año para mantenerlas y restaurarlas. El hombre se siente orgulloso de si mismo, de lo que él mismo puede llegar a consumar.
Dice Diderot que una de las grandes diferencias entre catolicismo y protestantismo está en el sentido que se le da a la casa de Dios. Para el católico, Dios tiene su casa y ésta debe ser magnífica, elegante, esplendorosa, digna de una deidad. Para el protestante, Dios está en todas partes y su casa es un simple espacio destinado con fines prácticos para la oración, pero sin un carácter sacro. Tal vez por ello, las iglesias protestantes son tan espantosamente desabridas y carentes de misterio y espíritu.
Por lo demás, no deja de ser significativo que los grandes arquitectos y albañiles que edificaron las principales catedrales, hayan sido masones. Vaya, para no ir más lejos, así nació la francmasonería en los siglos XI y XII. Los constructores de catedrales formaron sus gremios, guardaron sus secretos y se protegieron entre sí.
La mano de la masonería, uno de los demonios más temidos y aborrecidos por el catolicismo, fue la responsable de la edificación de las más bellas casas de Dios en la tierra.
Admirar catedrales. Elevar los ojos a las alturas y diluir la mirada en imponentes cúpulas e incomprensibles bóvedas que infructuosamente tratamos de descifrar.
¿Qué sería de Europa sin sus catedrales? ¿Hasta qué punto la esencia de una ciudad está marcada por su catedral? Notre Dame, San Stephan, San Vito, St Paul, Colonia, Brujas, la Sagrada Familia, están ahí, cual petulantes y frías princesas, indiferentes ante los miles de flashes fotográficos que se disparan sobre ellas todos los días, sordas ante las exclamaciones de adulación de los atolondrados turistas que admiran su magnificencia.
No cabe duda que el sentimiento religioso ha sido el responsable de los mayores orgasmos arquitectónicos de la humanidad. Ateo como soy, confieso una incomprensible debilidad hacia la contemplación de recintos sagrados y puedo pasar horas dentro de una gran catedral respirando su eternidad.
Pese al oscurantismo y la ignorancia que le ha contagiado a lo largo de dos milenios, la humanidad debe al catolicismo muchas de las mayores joyas arquitectónicas de este planeta.
¿Qué llevó a los católicos a construir semejantes monumentos? ¿Era tan grade su deseo de agradar a su Dios, que se esmeraban en grado extremo y sobrehumano para entregar un recinto diabólicamente perfecto? ¿O había algo de soberbia en su acto? ¿No serían las catedrales, como la Torre de Babel, un desafío al poder divino, una demostración de la omnipotencia del hombre? ¿Qué vemos en las catedrales? ¿Humildad religiosa o soberbia humana?
Hoy en día Europa presume sus catedrales al mundo. Los gobiernos gastan millones de dólares al año para mantenerlas y restaurarlas. El hombre se siente orgulloso de si mismo, de lo que él mismo puede llegar a consumar.
Dice Diderot que una de las grandes diferencias entre catolicismo y protestantismo está en el sentido que se le da a la casa de Dios. Para el católico, Dios tiene su casa y ésta debe ser magnífica, elegante, esplendorosa, digna de una deidad. Para el protestante, Dios está en todas partes y su casa es un simple espacio destinado con fines prácticos para la oración, pero sin un carácter sacro. Tal vez por ello, las iglesias protestantes son tan espantosamente desabridas y carentes de misterio y espíritu.
Por lo demás, no deja de ser significativo que los grandes arquitectos y albañiles que edificaron las principales catedrales, hayan sido masones. Vaya, para no ir más lejos, así nació la francmasonería en los siglos XI y XII. Los constructores de catedrales formaron sus gremios, guardaron sus secretos y se protegieron entre sí.
La mano de la masonería, uno de los demonios más temidos y aborrecidos por el catolicismo, fue la responsable de la edificación de las más bellas casas de Dios en la tierra.