El cantor de tango
Meses antes de leer El cantor de tango, escuché algún comentario que describía a la nueva novela de Tomás Eloy Martínez, como la primera gran obra que relataba los acontecimientos del ?cacerolazo? argentino de diciembre de 2001, que terminó de golpe y porrazo con el gobierno de Fernando de la Rua y echó un balde de agua fría que despertó a muchos falsos primermundistas del seño Memen.
Seguidor como soy de la obra de Tomás Eloy, a quien identifico ante todo como un buen periodista, pensé que me enfrentaría con una desgarradora crónica sobre la crisis argentina narrada al más puro estilo del nuevo periodismo garcíamarqueano.
Pero cuál sería mi sorpresa al encontrar un texto literariamente mucho más ambicioso, en el que los acontecimientos de diciembre de 2001 son sólo un telón de fondo de un drama mucho más profundo.
En realidad da la impresión de que incluso los acontecimientos políticos e incluso cada uno de los seres que aparecen, son sólo figuras secundarias, casi pretextos que giran en torno al gran personaje de la novela: La ciudad de Buenos Aires.
Hay ciudades cuya vocación y destino están irremediablemente encadenados a su literatura. En ese sentido, las calles de Buenos Aires parecen condenadas a ser blanco infinito e inagotable de todas las tintas posibles.
Parecería arriesgada la apuesta de transformar en personaje principal de una novela a una ciudad a la que si algo le sobran, son literatos que se han puesto a escribir sobre su vocación, estilo, espíritu y metafísica.
Y es que en El cantor de tango, Buenos Aires no es un simple escenario, sino una personalidad que parece anteponerse y devorar a sus propios personajes. Junto a Buenos Aires como soberano de la novela, aparecen el tango y Jorge Luis Borges como guardianes de su trono.
Tomás Eloy nos ofrece una profunda reflexión, una descarada sátira y una indagación casi ensayística en los grandes mitos argentinos.
La novela trata sobre un estudiante anglosajón que viaja desde Nueva York a Buenos Aires en septiembre de 2001 en busca de un mítico y desconocido cantor de tango llamado Julio Martel.
Este misterioso tanguero, que jamás accedió a grabar en disco un sólo acorde, es un hombre que suele cantar en improbables andurriales y de quien se dice recupera la esencia del tango de finales del Siglo XIX y principios del XX, el tango anterior a Gardel, que se bailaba en sórdidos prostíbulos porteños.
En busca de este fantasma, el narrador en primera persona, que no es otro que el estudiante extranjero, comienza a sumergirse en un Buenos Aires sumido en la crisis en donde cada rincón, cada plaza, son heraldos de una historia o una leyenda y señuelos de un laberinto borgeano de todos los mitos argentinos en el que poco a poco nos vamos sumiendo.
El Parque Lezama, la doble fundación de Buenos Aires por Mendoza y Garay, los paseos de Borges, la ciudad del pasado que a cada momento brinca en el camino de moderna urbe, la Argentina ensimismada, poseída por sus demonios subconscientes.
Pero al mismo tiempo, el autor se permite reírse de los grandes clichés argentinos y de la manía de los turistas por impregnarse del perfume porteño.
No deja de ser una excelente broma que el estudiante anglosajón se hospede en la casa de la Calle Garay en donde Jorge Luis Borges encuentra en Aleph en el sótano, en donde un joven tucumano se da a la tarea de crear mediante un juego de luces, un reflejo que afirma es el Aleph, mismo que ofrece en exclusiva a los atolondrados turistas a cambio de unos dólares.
Sin embargo, navegando en la superficie de una sátira, el libro nos lleva de la mano al terremoto social que dejó por herencia la epidemia privatizadora de Carlos Menem y nos encontramos de pronto, al final de ese intrincado laberinto, con el devastador panorama actual de la Argentina.