El Mar
Un día como hoy, 18 de agosto, conocí el mar. La visión del océano es tal vez el recuerdo más fuerte e impactante de mi infancia. Según mis cálculos fue hace 26 años, un 18 de agosto de 1978, pero aún puedo recordar el vuelto al corazón. Una emoción indescriptible, sin duda mi primer orgasmo visual.
La forma en que el mar se presentó a mis ojos fue tan repentina, tan contundente, que se quedó grabada por siempre. Quienes hayan visitado la Isla del Padre en Texas, sabrán que el mar aparece de repente en toda su imponente majestuosidad cuando uno cruza por el puente de Puerto Isabel.
Fue aquel un viaje lleno de accidentes y contratiempos. Mi primer viaje largo en carro por carretera. En teoría cinco horas que se transformaron en diez. Balatas quemadas, una fiebre repentina y no recuerdo que más catástrofes, se encargaron de hacerla de emoción como antesala a mi primera contemplación del Atlántico.
Hoy recuerdo ese día como un paseo por los cielos, la máxima definición de ese exilio al edén que es la infancia que ni mil libros de Proust alcanzarán a recuperar. Hoy celebro ese día contemplando el Pacífico mientras manejo a toda prisa por la Escénica, sin tiempo para poner los píes descalzos en la playa, pero contento de poder, al menos por unos minutos, perder mis ojos en ese amado universo de agua
El primer cadáver
Mi colega el chango 100, vestido con el traje de Nostradamus, incluye en su siempre leído espacio, un recorte de periódico en donde habla de mi fatídica muerte.
La nota roja, destacada de manera escandalosa en la portada, afirma que me arrojé a las ruedas de un tren desconsolado por los fracasos recurrentes de mis Tigres. Eso ocurre a mis 35 años de edad según el periódico. Ello significa que debemos esperar un lustro para mi inmolación. Veremos.
Tal vez Manuel Lomelí escribió esto sin saber que la nota periodística en cuestión toca la sensible fibra de uno de los recuerdos más ancestrales y oscuros de mi vida. Un recuerdo tan fuerte como mi primera visión del mar. Me refiero a la primera visión de un cadáver Si los cálculos no me fallan, debe haber ocurrido por la misma época en que vi el mar, a mis cuatro años de edad.
A lo largo de mi existencia he visto muchísimos cadáveres. La verdad he perdido la cuenta y aunque nunca me he dedicado propiamente a la nota roja, me ha tocado ver muertos en todas las circunstancias posibles.
Desde cuerpos en absoluta descomposición, hasta fresquecitos, recién acribillados minutos antes por una cuerno de chivo. Aplastados por las piedras de una construcción, prensados en un choque, aplastados por un camión, con la cabeza reventada por la bala que ellos mismos se dispararon, colgados de una viga en su cuarto o carcomidos por un mal devastador. Ya no digamos los encobijados o encajuelados que son pan de cada día en nuestra Tijuana. En cualquier caso, siempre conservo una extrema frialdad. He visto muchísimos cadáveres, pero ninguno se compara a la impresión que me causó el primero que ví en mi vida.
Crecí en la casa de mis abuelos, que se encontraba justo frente a las vías del tren en la salida a la carretera a Saltillo. Aquella tarde el tren se detuvo repentinamente justo frente a nuestra casa. Un tren detenido era para mí algo más que un espectáculo emocionante. Ver los vagones de cerca, sus enormes ruedas, poder tocarlas y medir su inmensidad era un alucine absoluto para mí. Desde la ventana vimos el tren detenido y de inmediato pedí que me llevaran a la vía. Mi padrino José Manuel, responsable de las mayores aventuras de mi infancia, me llevó a ver el tren. Cruzamos a píe la carretera y llegamos hasta donde estaba el enorme carguero detenido. Cuál sería nuestra sorpresa al ver que el tren no se había detenido por una falla mecánica. Ahí, junto a los durmientes, yacían pedazos humanos machacados por las ruedas del ferrocarril. Un pedazo pierna con pantalón de mezclilla, algo que parecía ser una cabeza aplastada y toda suerte de retazos sanguinolentos. Tal vez en ese momento no fui totalmente conciente de lo que veía.
Creo recordar que José Manuel me dijo que era un chivo o un perro, pero algo en mi interior me decía que se trataba de un cuerpo humano. Lo más impresionante fue saber que esos pedazos machacados eran los restos de un anciano al que yo conocía muy bien. A ese hombre lo llamaba simplemente el Señor de la Basura. Era un amable viejo que cada mañana llegaba con una carretilla a recoger los desperdicios de nuestra casa a cambio de una propina y que seguramente aprovechaba las latas, el cartón y de más reciclables. Aquella tarde su carrito, material indispensable de su fuente de supervivencia, se quedó atorado en la vía. El tren ya estaba cerca. El señor no se resignaba a dejar morir la carretilla bajo las ruedas del tren y lucho hasta el último momento o acaso prefirió inmolarse bajo las ruedas de acero antes de ver perdida su herramienta de empleo. Ese día me enteré que tan dura puede llegar a ser la miseria, como para aferrarse a defender una carretilla aún a costa de la vida propia.
También me quedó claro lo absoluta que es la Muerte. No sólo fue la visión de los pedazos humanos, sino el descubrir que en los días y semanas siguientes el Señor de la Basura no volvió a aparecer. La Muerte significaba irse, no estar más, desaparecer. Las vías de ese tren que tanto me ilusionaba fueron su tumba. Desde entonces, los trenes cargaron consigo una vibra un tanto siniestra. Digo, no los dejé de contemplar con emoción absoluta y aún recuerdo mi enorme felicidad la primera vez que viajé a bordo del Regiomontano a México, pero el silbato del tren se transformó de alguna manera en un heraldo oscuro.
Un día como hoy, 18 de agosto, conocí el mar. La visión del océano es tal vez el recuerdo más fuerte e impactante de mi infancia. Según mis cálculos fue hace 26 años, un 18 de agosto de 1978, pero aún puedo recordar el vuelto al corazón. Una emoción indescriptible, sin duda mi primer orgasmo visual.
La forma en que el mar se presentó a mis ojos fue tan repentina, tan contundente, que se quedó grabada por siempre. Quienes hayan visitado la Isla del Padre en Texas, sabrán que el mar aparece de repente en toda su imponente majestuosidad cuando uno cruza por el puente de Puerto Isabel.
Fue aquel un viaje lleno de accidentes y contratiempos. Mi primer viaje largo en carro por carretera. En teoría cinco horas que se transformaron en diez. Balatas quemadas, una fiebre repentina y no recuerdo que más catástrofes, se encargaron de hacerla de emoción como antesala a mi primera contemplación del Atlántico.
Hoy recuerdo ese día como un paseo por los cielos, la máxima definición de ese exilio al edén que es la infancia que ni mil libros de Proust alcanzarán a recuperar. Hoy celebro ese día contemplando el Pacífico mientras manejo a toda prisa por la Escénica, sin tiempo para poner los píes descalzos en la playa, pero contento de poder, al menos por unos minutos, perder mis ojos en ese amado universo de agua
El primer cadáver
Mi colega el chango 100, vestido con el traje de Nostradamus, incluye en su siempre leído espacio, un recorte de periódico en donde habla de mi fatídica muerte.
La nota roja, destacada de manera escandalosa en la portada, afirma que me arrojé a las ruedas de un tren desconsolado por los fracasos recurrentes de mis Tigres. Eso ocurre a mis 35 años de edad según el periódico. Ello significa que debemos esperar un lustro para mi inmolación. Veremos.
Tal vez Manuel Lomelí escribió esto sin saber que la nota periodística en cuestión toca la sensible fibra de uno de los recuerdos más ancestrales y oscuros de mi vida. Un recuerdo tan fuerte como mi primera visión del mar. Me refiero a la primera visión de un cadáver Si los cálculos no me fallan, debe haber ocurrido por la misma época en que vi el mar, a mis cuatro años de edad.
A lo largo de mi existencia he visto muchísimos cadáveres. La verdad he perdido la cuenta y aunque nunca me he dedicado propiamente a la nota roja, me ha tocado ver muertos en todas las circunstancias posibles.
Desde cuerpos en absoluta descomposición, hasta fresquecitos, recién acribillados minutos antes por una cuerno de chivo. Aplastados por las piedras de una construcción, prensados en un choque, aplastados por un camión, con la cabeza reventada por la bala que ellos mismos se dispararon, colgados de una viga en su cuarto o carcomidos por un mal devastador. Ya no digamos los encobijados o encajuelados que son pan de cada día en nuestra Tijuana. En cualquier caso, siempre conservo una extrema frialdad. He visto muchísimos cadáveres, pero ninguno se compara a la impresión que me causó el primero que ví en mi vida.
Crecí en la casa de mis abuelos, que se encontraba justo frente a las vías del tren en la salida a la carretera a Saltillo. Aquella tarde el tren se detuvo repentinamente justo frente a nuestra casa. Un tren detenido era para mí algo más que un espectáculo emocionante. Ver los vagones de cerca, sus enormes ruedas, poder tocarlas y medir su inmensidad era un alucine absoluto para mí. Desde la ventana vimos el tren detenido y de inmediato pedí que me llevaran a la vía. Mi padrino José Manuel, responsable de las mayores aventuras de mi infancia, me llevó a ver el tren. Cruzamos a píe la carretera y llegamos hasta donde estaba el enorme carguero detenido. Cuál sería nuestra sorpresa al ver que el tren no se había detenido por una falla mecánica. Ahí, junto a los durmientes, yacían pedazos humanos machacados por las ruedas del ferrocarril. Un pedazo pierna con pantalón de mezclilla, algo que parecía ser una cabeza aplastada y toda suerte de retazos sanguinolentos. Tal vez en ese momento no fui totalmente conciente de lo que veía.
Creo recordar que José Manuel me dijo que era un chivo o un perro, pero algo en mi interior me decía que se trataba de un cuerpo humano. Lo más impresionante fue saber que esos pedazos machacados eran los restos de un anciano al que yo conocía muy bien. A ese hombre lo llamaba simplemente el Señor de la Basura. Era un amable viejo que cada mañana llegaba con una carretilla a recoger los desperdicios de nuestra casa a cambio de una propina y que seguramente aprovechaba las latas, el cartón y de más reciclables. Aquella tarde su carrito, material indispensable de su fuente de supervivencia, se quedó atorado en la vía. El tren ya estaba cerca. El señor no se resignaba a dejar morir la carretilla bajo las ruedas del tren y lucho hasta el último momento o acaso prefirió inmolarse bajo las ruedas de acero antes de ver perdida su herramienta de empleo. Ese día me enteré que tan dura puede llegar a ser la miseria, como para aferrarse a defender una carretilla aún a costa de la vida propia.
También me quedó claro lo absoluta que es la Muerte. No sólo fue la visión de los pedazos humanos, sino el descubrir que en los días y semanas siguientes el Señor de la Basura no volvió a aparecer. La Muerte significaba irse, no estar más, desaparecer. Las vías de ese tren que tanto me ilusionaba fueron su tumba. Desde entonces, los trenes cargaron consigo una vibra un tanto siniestra. Digo, no los dejé de contemplar con emoción absoluta y aún recuerdo mi enorme felicidad la primera vez que viajé a bordo del Regiomontano a México, pero el silbato del tren se transformó de alguna manera en un heraldo oscuro.