Eterno Retorno

Tuesday, December 09, 2003

Breves autobiográficas

-Mis primeras veces-

Abbey Road

Coincido con Silvia y los hábitos oníricos: Abbey Road fue el mejor disco de los Beatles y uno de los mejores álbumes en toda la historia del rock. Mi madre me lo compró en acetato cuando yo era un niño de 7 años. Aunque Abbey Road se grabó cinco años antes de mi nacimiento, la película Sgt Peppers me influyó y motivó a que lo comprara. Esa película musical, por cierto bastante tonta, que contaba con las actuaciones de los Bee Gees, Alice Cooper, Peter Frampton y demás fauna setentera, impresionó de tal manera a mi primo Héctor, que lo transformó en el mayor beatlemaniaco que conozco, siendo que nació siete años después de la desintegración de los Beatles. Aunque no al grado de mi primo, Sgt Peppers me influyó lo suficiente como para empezar a interesarme en el rock y en ese sentido, se puede decir que Abbey Road fue mi primer disco posterior a los de Cri Cri.


Muchos de los discos que más admiro, fueron grabados cuatro o cinco años antes de mi nacimiento y sin embargo, han marcado mi vida. El Led Zeppelin IV, el Dark Side of the Moon de Floyd, el Paranoid de Sabbath, el Abbey Road- A veces pienso que en cuestiones musicales nací un poco tarde.


Nací en el año de la muerte de Lucio Cabañas, en el año de la destrucción de la Liga 23 de Septiembre, en el año del Master of Reallity de Sabbath, en el año en que Rush ya ensayaba en la cochera Working Man, el año en que Alemania venció a la Naranja Mecánica de Cruyff, el año en que a mi madre le cambió la existencia por completo con apenas 18 a cuestas y todo un camino por delante.

La primera película que vi en video fue Tiburón II. La videocasetera estaba en el cuarto de mi abuelo. Yo veía la película unas cinco veces al día. Hoy en día rento películas muy de vez en cuando, sólo cuando quiero asegurar que me quedaré dormido temprano y no padeceré de insomnio.

La primera cerveza que probé en mi vida fue una Carta Blanca quitapón. La primera borrachera que me puse en mi vida fue a los once años con mis tíos en Chipinque y consistió, precisamente, en tres botellas de Carta Blanca quitapón. Siendo la más asquerosa de las cervezas la que me hizo debutar, no entiendo cómo es que me aficione tanto al producto.

La primera vez que una borrachera me hizo vomitar, fue en la boda de mi tía Alejandra, celebrada en una casa del Pedregal, en México DF. Tenía 14 años y alguna experiencia bebiendo, pero nadie me advirtió que la altura de Tenochtitlán es traicionera cuando el vino blanco baila en la cabeza. Poca gente sabe que aquella ocasión bebí por despecho, por ver a mi amada prima Erika bailando con un tipo algunos años más grande.


La primera playa que visité en mi vida fue la Isla del Padre y la contemplación del mar fue sin duda la experiencia más bella y alucinante de mi infancia. La última playa que visité en mi vida fue la de Tijuana y sucedió esta mañana y la mañana de ayer y la de antier. Podré convertirme en un anciano y la contemplación del mar seguirá siendo por siempre una experiencia alucinante por la cual vale la pena estar vivo.


El primer gol de los Tigres que contemplé en vivo sentado en las gradas del Estadio Universitario lo anotó de penalty Tomás Boy en contra del Tampico una tarde agosto. Ese sábado, mi tío José Manuel me regaló una camiseta del equipo con el viejo logo de U. Aquel partido lo ganamos 2-1. Han pasado casi 20 años y yo sigo sin quitarme esa camiseta.


La primera vez que acudí a una manifestación política, fue en verano de 1985. Decenas de miles de panistas acaudillados por Fernando Canales atiborraban la Macroplaza protestando contra el fraude electoral de Jorge Treviño. Me impresionó ver tanta gente, tanto coraje, tanta convicción y pensé que esos tipos eran el futuro de México. 18 años después ha llegado el futuro, el caudillo es un aburrido secretario de Economía que nos recomienda no avergonzarnos del desempleo y yo ya no aguanto los deseos de ver que los echen a patadas de Los Pinos.


El primer y único deporte en que destaqué fue el ciclismo. Mis padres trazaban la ruta en que podía entrenar, un cuadro de calles burguesas en el municipio de San Pedro Garza García. Debía mantenerme en el área comprendida entre las avenidas Vasconcelos, Calzada del Valle, Marne y Calzada San Pedro que por supuesto yo jamás respetaba. El día que jugaron Brasil vs España en el Mundial 86 caí de la bici y me abrí la cabeza cuando regresaba de casa de mi amigo Alberto Alonso. El 31 de diciembre de 1987 consumé mi primera hazaña: Me fui en bici hasta la Presa de la Boca. Un día de mayo, logré subir hasta Chipinque. Carolina me regaló una bici el 21 de abril del 2000, día de mi cumpleaños. Me la robaron cuatro meses después en nuestro depa de Playas. Desde entonces no ando en bici.


La primera vez que me hice un hoyo de arete fue en mi cumpleaños número 15, el 21 de abril de 1989. La empleada de la joyería me lo enterró en el lóbulo sin ninguna contemplación. Varios días después el hoyo se llenó de pus y le tuve que decir adiós al arete. Todos los hoyos que me hice en mi vida se infectaron y nunca un arete me duró más de un mes. Tarde me resigné a que mis orejas no toleran esos artefactos.

La primera cogida de mi vida, eso que algunos llaman el desquinte, ocurrió una noche de agosto de 1989, tras una callejonada con porrones de vino en Guanajuato. A la mujer la conocí en un restaurante- bar. Primero me dio un beso, acto seguido una mamada y después me llevó a su cuarto. Yo estaba excitadísimo y nervioso. Recuerdo que ella era de Tabasco. He olvidado su nombre, pero no el penetrante olor de su perfume mezclado con ese aroma a pescado que hasta entonces nunca había olido en un cuerpo humano.

El primer tatuaje de mi cuerpo me lo hizo un tipo apodado el Araña, natural de Ensenada, una tarde de octubre de 1991. El Araña era un aprendiz de tatuador y su máquina era un artefacto casero. El dibujo es un diablito negro que venía pintado en una patineta. Apenas se distingue su forma. Pa que es más que la pura verdad, es un tatuaje feo, pero tiene valor sentimental, por ser el primero.


El primer empleo de mi vida fue en Discos Zorba Interlomas en el Estado de México. Tenía 16 años de edad y mi labor era vender discos, acomodarlos, barrer y trapear la tienda una vez a la semana. Poner música, hacer inventarios y ligarme a las rockersitas fresas de la Herradura. Mi primer sueldo con recibo azul fue de 150 mil viejos pesos, más que suficientes para comprar caguamas, mota y camisetas metaleras. Mis necesidades discográficas, por fortuna, las satisfacía robando.

Las primeras botas Doctor Martínez que tuve en mi vida, me las regaló de Navidad una mujer alta y un poco mayor que yo, que en aquel entonces me intrigaba un tanto por su aparente agresividad y su mirada fría. Las botas fueron como un anillo de compromiso que selló un caótico y sexuado noviazgo de tres años, rico en borracheras, peleas, celos feroces, cogidas furtivas en los sitios más improbables que acabó el día en que yo, calzando esas mismas Doctor Martínez, me fui de Monterrey con mi mochila a recorrer el Mundo.


La primera vez que abandoné el Continente Americano fue una noche de otoño de 1996 a bordo de un avión de la línea Icelander que salió del Logan Airport de Boston con destino al helado aeropuerto de Reikjavik. El aperitivo del avión fue un delicioso bocado de salmón. Me quedé dormido. Al despertar estaba en Islandia.

La primera y única vez que he tenido que pedir limosna en mi vida, ocurrió en el verano de 1993, en las playas de Puerto Escondido. Acampaba con mi amigo Rudy en las playas de Zicatela y alguien tuvo a bien entrar a la tienda de campaña y robar mi cartera con el boleto de regreso a casa incluido.
Tuve que hacer lo que los chilangos llaman talonear, de cinco en cinco pesos hasta juntar para otro pasaje de camión. Por fortuna, la miseria nunca fue tanta como para que faltara mezcal en mi garganta.


Una noche de septiembre de 1992, acudí con mi amigo Pablo a una fiesta en el Sur de Monterrey. Tomamos posesión de la grabadora y pusimos discos de Crass. En eso apareció una niña de falda larga y botas Doctor Marteens, hermoso pelo en caireles, carita de muñeca, ojos lindos. 14 años de edad. La niña exigió con autoridad y sin ninguna contemplación que quitáramos ese mierdero de música y pusiéramos Santa Sabina. Ante tal muestra de carácter nos rendimos y cedimos la grabadora. La voz de Rita Guerrero inundó la noche. Seguí viendo esporádicamente a esa niña, cuando yo acudía a la biblioteca de Psicología. Siempre me gustó, pero apenas hablábamos. La noche del 25 de junio de 1998, luego de ponerme una peda callejera con los punks regiomontanos, entré al Café Iguanas con el único objetivo de mear y justamente ahí, a la entrada del antro, estaba la niña, ahora con su pelo corto, pero con la misma carita dulce de muñeca. Un año después nos casamos en Tijuana.