El vampiro de papel
Desde un tiempo para acá soy el primer ser vivo que arriba a esta redacción por las mañanas. Por alguna insana costumbre suelo llegar aquí antes de las ocho de la mañana. Definitivamente la redacción me gusta más así. Desolada, silenciosa, ínti-ma. Entonces sí, me siento parte de ella. Las redacciones son como un animal de sangre caliente. Tienen personalidad. Duer-men, se amodorran, despiertan, combaten, sufren, ríen, se vienen. Una cópula de un día para concebir un efímero producto que vivirá menos de lo que tardó en ser concebido. Un feto que salta del vientre de las prensas y se arranca corriendo por ca-lles, cruceros y cocheras. Un prófugo irreverente tan experto en amargarle el desayuno a las sanguijuelas sociales que se di-cen funcionarios, como en seducir a la vanidosa quinceañera que contempla absorta la foto de su fiesta. Todos los días en esta cancha concebimos un pinche bebé de papel que se traga toda nuestra sangre y energía. Un condenado ser que alcanza el cli-max de su existencia cuando tiene unas horas de nacido y se regodea en las manos de locutores de radio, jefes de prensa, amas de casa y cosas nostras que buscan orgullosos la foto de su último crimen. Pero este chingado engendro vampírico que se chupa sangre y entrañas de nuestras vidas pierde bien pronto su chispa. Para después del medio día yace desecho en algu-na mesa a lado de un café frío. En la noche estará en algún cementerio o se habrá transformado en la gorra de un pintor, en la plataforma que recibe orgullosa las cagadas de un pájaro de jaula o en el arma letal que ciega la vida de una impertinente mosca. En el mejor de los casos, nuestro engendro puede aspirar a que algún nostálgico le mutile una parte y la atesore para siempre dentro de un marco. Lo demás, en polvo se convertirá. Acaso acabe siendo ceniza en la frente de un católico. Pero el vampiro de papel, sepan ustedes, es adictivo. Es peor que la heroína. Chupa nuestras vidas, las va minando progresivamente, nos va transformando en sombras, pero no podemos dejarla.
La redacción tiene su propio biorítmo. Alguna vez he pensado en escribir la biografía de un día de entre semana en una re-dacción. Un Ulises de la concepción de un diario.
Cuatro años, que significan una séptima parte de mi vida, se han diluido en esta redacción. Y apenas me parecen un suspiro ¿o sería más poético decir un pinche eructo?
Desde un tiempo para acá soy el primer ser vivo que arriba a esta redacción por las mañanas. Por alguna insana costumbre suelo llegar aquí antes de las ocho de la mañana. Definitivamente la redacción me gusta más así. Desolada, silenciosa, ínti-ma. Entonces sí, me siento parte de ella. Las redacciones son como un animal de sangre caliente. Tienen personalidad. Duer-men, se amodorran, despiertan, combaten, sufren, ríen, se vienen. Una cópula de un día para concebir un efímero producto que vivirá menos de lo que tardó en ser concebido. Un feto que salta del vientre de las prensas y se arranca corriendo por ca-lles, cruceros y cocheras. Un prófugo irreverente tan experto en amargarle el desayuno a las sanguijuelas sociales que se di-cen funcionarios, como en seducir a la vanidosa quinceañera que contempla absorta la foto de su fiesta. Todos los días en esta cancha concebimos un pinche bebé de papel que se traga toda nuestra sangre y energía. Un condenado ser que alcanza el cli-max de su existencia cuando tiene unas horas de nacido y se regodea en las manos de locutores de radio, jefes de prensa, amas de casa y cosas nostras que buscan orgullosos la foto de su último crimen. Pero este chingado engendro vampírico que se chupa sangre y entrañas de nuestras vidas pierde bien pronto su chispa. Para después del medio día yace desecho en algu-na mesa a lado de un café frío. En la noche estará en algún cementerio o se habrá transformado en la gorra de un pintor, en la plataforma que recibe orgullosa las cagadas de un pájaro de jaula o en el arma letal que ciega la vida de una impertinente mosca. En el mejor de los casos, nuestro engendro puede aspirar a que algún nostálgico le mutile una parte y la atesore para siempre dentro de un marco. Lo demás, en polvo se convertirá. Acaso acabe siendo ceniza en la frente de un católico. Pero el vampiro de papel, sepan ustedes, es adictivo. Es peor que la heroína. Chupa nuestras vidas, las va minando progresivamente, nos va transformando en sombras, pero no podemos dejarla.
La redacción tiene su propio biorítmo. Alguna vez he pensado en escribir la biografía de un día de entre semana en una re-dacción. Un Ulises de la concepción de un diario.
Cuatro años, que significan una séptima parte de mi vida, se han diluido en esta redacción. Y apenas me parecen un suspiro ¿o sería más poético decir un pinche eructo?