ios de la mente
Bajo palmeras
borrachísimas de Sol me da por pensar que Siqueiros, Rivera u Orozco debieron
crear un mural llamado “Viernes Santo en playa mexicana” y mientras bebo una cerveza
que se calienta demasiado pronto, mi mente va pelando la cebolla de la
nostalgia y de pronto reparo en que todos los viernes santos que he pasado a la
orilla del mar, son el mismo viernes eternizado en un trago o un acorde.
Playa del
Carmen, Viernes Santo, 29 de marzo de 2024. Estoy por cumplir 50 años de edad,
es la octava vez en nuestras vidas que visitamos este balneario y este hotel y
tengo en el inventario de mis mentirosos recuerdos una ristra de viernes santos
desparramados en la arena de inciertos litorales. El Caribe es una caldera de anatomías.
Retumba la banda en la playa: “Compa, qué le parece esa morra, la que anda
bailando sola…” Peso Pluma es el Zeitgeist encarnado, el omnipresente espíritu
de nuestra época. Desfilan vendedores de tostilocos, collares, charales, chapulines
y chucherías diversas. También los jaladores,
dealers y raterillos de ocasión. Truena
la tuba, la tarola, el tololoche. “Por Dios que borracho vengo…” Suenan tres o cuatro
bandas al mismo tiempo. Una toca la Boda del Huitlacoche y otras las infaltables
Mañanitas. Nuestros vecinos de camastro están borrachísimos y su jolgorio y su
presupuesto parecen ser ilimitados. Hay bandas armadísimas de cinco o seis
miembros, tríos norteños de bota y cinto piteado y humildes trovadores
solitarios de guitarra acústica y bocina. En cualquier caso, la alegre cacofonía
es una sonora mentada de madre al mojigato empresario sinaloense que pidió
prohibir las bandas en las playas mazatlecas.
Los ferris embarcan
hordas rumbo a Cozumel. El Caribe cumple con regalarte su cálida caricia.
Alguien en el
camastro vecino pide El Cachanilla. “Nací en los algodonales bajo un sol abrasador”
y yo, adoptiva y hormonalmente bajacaliforniano, canto a grito pelado. El sol
cumple con seguir emborrachando a las palmeras. No todo es norteñidad en tierra
maya. Alguien honra la patria chica haciendo sonar la marimba y un anciano de
blanquísima guayabera hace prodigios con su arpa. Todos los cuerpos son
posibles en una playa pública: gordos, flacos, jóvenes, viejos, mayas, europeos.
Los pelícanos vuelan cada vez más bajo. La máquina del tiempo y las patrañas de
la nostalgia me llevan a santísimos viernes del siglo pasado: la Isla del Padre
en el 91, Puerto Marqués en el 92, Victoria en el 93, Tampico en el 94, Zacatecas
en el 95, Mesa del Nayar en el 96, Real de Catorce 97, Soto la Marina 98. En
nuestra catoliquísima cultura nos da por agarrar monte cuando recordamos el
martirio chantajista de un supuesto redentor y nuestras lindas playas siempre
están listas para recibirnos. Recuerdo los silenciosos santos viernes de mi
infancia, cuando la Semana Mayor aún era sinónimo de recogimiento y oración y
Monterrey era un paraje de negocios cerrados y calles desiertas. Viernes Santo
y la herencia del Gólgota son las ganas de beber, fundirse y estallar. Hoy el
carnaval le gana por goleada a la cuaresma. ¿Un viernes eterno e idéntico a sí mismo? Tampoco
estoy tan seguro. ¿Qué ha cambiado? Muchas cosas. Más allá de la obviedad de
vivir en un país menos mojigato, hay cuestiones de forma y Zeitgesist que modifican
el cuadro. Si el mural costumbrista reflejara aquel Viernes Santo del 92 en
Acapulco habría diferencias obvias: no verías mil miradas absortas en los
celulares ni tantísimos cuerpos tatuados ni elementos de la Guardia Nacional
patrullando la playa armados para la guerra. Me sofoca ver la pesadísima
parafernalia militar y sus armatostes. Me hiere los pies mirar las botas vaqueras
de cáscara de piña de los conjuntos norteños hundiéndose en arena mojada. Me
aterra y martiriza la hazaña de conseguir hielo en Quintana Roo. Contra todos
pronósticos también hay furtivos lectores. Alguien lee Padre rico, padre pobre
y alguien se deleita con un thriller anglosajón cuyo título no alcanzo a
distinguir. Alguien recoge toneladas de basura y nadie parece agradecerlo.
En algún lugar
de la playa suena el Pávido Návido y no pocas parejas improvisan el Taconazo.
Cae la tarde, hace hambre y los atardeceres del Caribe pierden por goleada
contra los del Pacífico. En la peda y en la necia alguien pide El Rey. Pasarán
los siglos, se inventarán mil celulares marcianos y en cualquier bacanal habrá
siempre un mexicano lo suficientemente borracho y sentimental para pedir José
Alfredo. El mar se pica, las gaviotas se tornan salvajes, queremos comer, pero
conseguir que un mesero te atienda en la Tarraya es algo más que una proeza.
Padre ¿Por qué me has abandonado? Santísimo viernes caribeño: me aterra el día
en que serás nostalgia. Cae la noche y me pregunto si a las palmeras les será
dado emborracharse de luna.