Hábrika trata de volver a esa habitación oculta como Ulises a su Ítaca
Ignacio
tenía diez años de edad cuando atravesó furtivamente el umbral. Desde entonces nada
fue igual.
Ocurrió
una mañana de 1963 en la antigua escuela Cuauhtémoc de Mexicali.
Siempre
escapista e inquieto, Ignacio corría a
la deriva durante el recreo, lejos del bullicio que armaban sus compañeros de
tercero de primaria.
Fue
entonces cuando al final del jardín apareció la puerta.
Una extraña
puerta de lámina que nunca antes había visto. La curiosidad fue más fuerte que
el temor e Ignacio cedió al impulso de empujarla. La puerta se abrió y frente a
él apareció otro mundo, fascinante y enigmático.
Ahí,
en un cuarto que olía a encierro y humedad, yacían caballetes, pinceles,
lápices, pinturas al óleo cubiertas de
polvo y olvido.
Ahí
había colores y formas en permanente explosión;
geometría onírica. Imágenes hablando su propio lenguaje dentro del abstracto
reino oculto que solo Ignacio conocía.
Entonces el niño tuvo una revelación:
su camino de vida estaría por siempre hermanado a ese universo de misterio e
iluminación.
Aquella ocasión fue única
e irrepetible. Días después, cuando a escondidas Ignacio retornó al lugar, encontró la puerta cerrada con
candado. Jamás volvería a abrirse. Nunca
más le fue dado retornar a aquel reino secreto.
Creo que desde entonces,
entre multitudes y escaleras, Ignacio
Hábrika trata de volver a esa habitación oculta como Ulises a su Ítaca y cruzar furtivamente aquella puerta.
¿Qué enigma ocultan esos seres sin
rostro que marchan en multitud? ¿Oníricas sombras acaso?
Contemplo
la obra de Hábrika e intuyo pura
sustancia de duermevela separada por un abismo de la cadena
de significados, respuestas y verdades absolutas, ahí donde la razón es una
cáscara de nuez que yace a la deriva flotando en un océano en tormenta.
¿A dónde conducen esas escaleras? Intuyo noches blancas y territorios
límbicos. Blanca es la noche de ojos derretidos y tercos alucinajes hermafroditas,
como roja e ignota es la madrugada
desnuda de artificios, cuando en la playa neuronal del sueño de la razón no
sobrevive al alba monstruo alguno, ni vestigios de alta marea y tempestades de
antaño.
La escalera es de carbón
o de ceniza o acaso sea pura cera derretida. En cualquier caso, conduce a
alguna parte.
Pierdo la mirada en la
obra de Hábrika y por herencia me queda la sensación de navegar en barcos de
arena e intuir naufragios como quien intuye islas encantadas y cantos blasfemos
de sirenas donde los poetas marchan en bicicleta al destierro.
Ir deshojando instantes
de vida como quien deshoja flores marchitas y peldaños de una escalera que sube
o desciende hacía la habitación donde
yacían ocultos los caballetes y los óleos.
Acaso Ignacio quiera
retornar a ese preciso instante y tal vez por ello se ha dado a la tarea de
inducir a tantos niños al embrujo del arte, llevándolos a navegar por ínsulas y
penínsulas en un viaje que nunca termina. (DSB)