Hay siempre una dosis de embrujo en el acto de dejar atrás una ciudad
Hay siempre una dosis de embrujo en el acto de dejar atrás una ciudad y comenzar a acelerar por la carretera, una pizca de emoción e incertidumbre por ese acto de desprendimiento. Pienso en las ciudades amuralladas de antaño, cuando salir implicaba cruzar un portón resguardado por guardias y entregarse al infinito caos del afuera donde uno es hoja al viento, vulnerable y a la deriva. Conozco estas carreteras de memoria. Me entretengo haciendo un inventario mental de las rutas que más veces he recorrido en mi vida. Sin duda la campeona es Monclova-Monterrey. Durante los cuatro años que fui estudiante del Tecnológico iba y venía por lo menos tres veces al mes.
Son las 21:14 de la noche cuando enciendo la camioneta. Si no hay contratiempos deberemos estar llegando a Piedras Negras justo a la media noche. Serán 243 kilómetros a través de la carretera 57. Enciendo un cigarro y ofrezco uno a Alcira que acepta de buena gana. Con las ventanas abajo fumamos en silencio mientras enfilo hacia la salida. Sopla un ligero viento fresquecito y la noche es atípicamente clara.