El viento columpia el polvo en las casas abandonadas
Cuántos espectros e historias habitan en la desolación de
una casa abandonada. Cuántos sueños mutilados, cuántos prófugos afanes fundidos
en la omnipresente herrumbre.
Hace unos días, Iker, Carol y yo caminamos por viejas calles
del sur de Monterrey y nos sorprendió la cantidad de casas en total abandono
que encontramos a nuestro paso. Viejas rejas de hierro oxidado, centenarios
árboles, ventanas rotas, cordilleras de polvo. Ancestrales casas de abuelos
construidas en los años cuarenta que por su aspecto deben llevar décadas sin
que nadie les dé una manita de gato.
Caminamos por las
colonias Roma, Nuevo Repueblo y Alta Vista y no fueron pocos los inmuebles que encontramos. Imagino que sus dueños murieron intestados,
que el juicio sucesorio se transformó en estéril eternidad, que los hijos se
desentendieron, que la carcasa devino en monserga. Pienso entonces en la carga
emocional que alguna vez albergaron esos muros, en los deseos, las ilusiones,
los desengaños e infiernos individuales que ahí ardieron. Familias que
habitaron un Monterrey del que apenas queda vestigio.
Imagino la hipotética y predecible historia de esas
familias De la Garza, Sepúlveda, Treviño, Cantú, Tijerina, Villarreal.
Imagino los idílicos sueños de regios clanes de la
pujante clase media, cuando el trabajo del señor ingeniero en Fundidora, Cervecería o Vitro alcanzaba
para mantener una familia de seis o siete hijos.
Imagino a los recién
casados en 1951, cuando la casa posiblemente fue su regalo de bodas como entonces
se estilaba. Oh feliz pareja regia recién unida en santísimo matrimonio.
La linda casa de recién casados frente al parque Roma, en
algo que todavía eran las afueras de la ciudad, cuando en el horizonte danzaba algo parecido a un
futuro promisorio, a un luminoso mañana. El primogénito no tardó en llegar en
los primeros meses de 1952 y así en racimo fueron brotando los bebés, las
ilusiones y las malquerencias de la realidad.
Imagino a los muchachos caminando rumbo al Tec en los años sesenta o
setenta, a los orgullosos padres ya adultos mitigando la vespertina resolana bajo la
sombra del árbol de aguacate, el perpetuo oscilar de la mecedora blanca de
hierro, las urracas y gorriones anidando en el mismo árbol que pese a todo
sigue siendo verde. Los domingos, en la
comida familiar se bebía Joya de manzana o Carta Blanca. Había machacado,
cortadillo, asado de puerco y el infaltable arroz rojo. De vez en cuando algún buen
corte de carne.
En las habitaciones había crucifijos, vírgenes o algún sagrado
corazón, pues los De la Garza, Sepúlveda o Cantú eran católicos practicantes,
creyentes en el valor del trabajo y el ahorro. Sonaba el Ángelus al mediodía y la oración de
la noche a las 22:00.
Los años pasaron, los hijos crecieron y vida fingía
seguir teniendo algún sentido. Una hija emigró tan lejos como pudo y otros hijos
se fueron ahogando en la inclemente altamar de la vida adulta.
De pronto, a finales de los ochenta o principios de los noventa,
esa enfermedad crónico-degenerativa que irrumpió
silenciosa tomó por asalto las conversaciones y la agenda cotidiana. Las
dolencias se volvieron pan de cada día, los
achaques ritual de lo habitual.
Un día de invierno murió la abuela y poco después el
abuelo. Hubo pésames, esquela en El Norte, un vestigio de llanto casi espontáneo,
pero al final los fallecimientos fueron esencialmente una calamidad
burocrática. La casa se quedó sola y el polvo paciente cumplió con ir fundando
su imperio mientras los árboles se secaban, las hojas caían y las ratas
formaban nidos.
Evoco pasajes de Nuestra parte de noche de Mariana
Enríquez y pienso en la obsesión de la narradora por las casas abandonadas. Así
ha de haber sido la casa que se tragó a la manca Adela. Sí, es fácil ceder a la
tentación de pensar en fantasmas, en oscurísimos campos energéticos, pero tal
vez los únicos demonios en esos recintos sean las ratas y la polilla.
Paradojas de mi siempre contradictoria ciudad natal.
Monterrey, obsesionada por devorar de sí misma cualquier vestigio que huela a vejestorio,
entercada en construir los rascacielos
más grandes y colonizar las montañas más
altas edificando sus fortalezas
custodiadas por mil guardias hostiles. Monterrey siempre travestida, adicta a
las liposucciones y las cirugías faciales, aferrada a competir sin piedad hasta cuando duerme.
Pero en el cuerpo de toda urbe habitan otras tantas
ciudades (casi) invisibles, como las de Ítalo Calvino. En Monterrey moran ciudades
ocultas, disimuladas como imperfecciones cutáneas en un rostro maquillado,
cicatrices de ayeres nunca conjurados.
Cae la noche
invernal en las casas abandonadas. Nosotros seguimos caminando. Esa noche
despegará nuestro avión y no volveremos en mucho tiempo. Las casas abandonadas
seguirán ahí. Alguien sin duda contará
leyendas sobre extraños ruidos en la madrugada, voces pertinaces o siluetas
tras las ventanas rotas.
El viento columpia el polvo, las ratas se aparean, las
hojas de los árboles caen y se renuevan y en las casas abandonadas moran los
esqueletos que toda familia honorable guarda en su closet, los secretos inconfesables,
los demonios interiores siempre tan
pinches tercos.