Eterno Retorno

Monday, December 12, 2022

El viento columpia el polvo en las casas abandonadas

 


Cuántos espectros e historias habitan en la desolación de una casa abandonada. Cuántos sueños mutilados, cuántos prófugos afanes fundidos en la omnipresente herrumbre.

Hace unos días, Iker, Carol y yo caminamos por viejas calles del sur de Monterrey y nos sorprendió la cantidad de casas en total abandono que encontramos a nuestro paso. Viejas rejas de hierro oxidado, centenarios árboles, ventanas rotas, cordilleras de polvo. Ancestrales casas de abuelos construidas en los años cuarenta que por su aspecto deben llevar décadas sin que nadie les dé una manita de gato.

 Caminamos por las colonias Roma, Nuevo Repueblo y Alta Vista y no fueron pocos los inmuebles  que encontramos.  Imagino que sus dueños murieron intestados, que el juicio sucesorio se transformó en estéril eternidad, que los hijos se desentendieron, que la carcasa devino en monserga. Pienso entonces en la carga emocional que alguna vez albergaron esos muros, en los deseos, las ilusiones, los desengaños e infiernos individuales que ahí ardieron. Familias que habitaron un Monterrey del que apenas queda vestigio.

Imagino la hipotética y predecible historia de esas familias De la Garza, Sepúlveda, Treviño, Cantú, Tijerina, Villarreal.  

Imagino los idílicos sueños de regios clanes de la pujante clase media, cuando el trabajo del señor ingeniero  en Fundidora, Cervecería o Vitro alcanzaba para mantener una familia de seis o siete hijos.

 Imagino a los recién casados en 1951, cuando la casa posiblemente fue su regalo de bodas como entonces se estilaba. Oh feliz pareja regia recién unida en santísimo matrimonio.  

La linda casa de recién casados frente al parque Roma, en algo que todavía eran las afueras de la ciudad, cuando  en el horizonte danzaba algo parecido a un futuro promisorio, a un luminoso mañana. El primogénito no tardó en llegar en los primeros meses de 1952 y así en racimo fueron brotando los bebés, las ilusiones y las malquerencias de la realidad.

Imagino a los muchachos  caminando rumbo al Tec en los años sesenta o setenta, a los orgullosos padres ya adultos  mitigando la vespertina resolana bajo la sombra del árbol de aguacate, el perpetuo oscilar de la mecedora blanca de hierro, las urracas y gorriones anidando en el mismo árbol que pese a todo sigue siendo  verde. Los domingos, en la comida familiar se bebía Joya de manzana o Carta Blanca. Había machacado, cortadillo, asado de puerco y el infaltable arroz rojo. De vez en cuando algún buen corte de carne.

En las habitaciones había crucifijos, vírgenes o algún sagrado corazón, pues los De la Garza, Sepúlveda o Cantú eran católicos practicantes, creyentes en el valor del trabajo y el ahorro.  Sonaba el Ángelus al mediodía y la oración de la noche a las 22:00.

Los años pasaron, los hijos crecieron y vida fingía seguir teniendo algún sentido. Una hija emigró tan lejos como pudo y otros hijos se fueron ahogando en la inclemente altamar de la vida adulta.

De pronto, a finales de los ochenta o principios de los noventa,   esa enfermedad crónico-degenerativa que irrumpió silenciosa tomó por asalto las conversaciones y la agenda cotidiana. Las dolencias se volvieron pan de cada día,  los achaques  ritual de  lo habitual.

Un día de invierno murió la abuela y poco después el abuelo. Hubo pésames, esquela en El Norte, un vestigio de llanto casi espontáneo, pero al final los fallecimientos fueron esencialmente una calamidad burocrática. La casa se quedó sola y el polvo paciente cumplió con ir fundando su imperio mientras los árboles se secaban, las hojas caían y las ratas formaban nidos.

Evoco pasajes de Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez y pienso en la obsesión de la narradora por las casas abandonadas. Así ha de haber sido la casa que se tragó a la manca Adela. Sí, es fácil ceder a la tentación de pensar en fantasmas, en oscurísimos campos energéticos, pero tal vez los únicos demonios en esos recintos  sean las ratas y la polilla.

Paradojas de mi siempre contradictoria ciudad natal. Monterrey, obsesionada por devorar de sí misma cualquier vestigio que huela a vejestorio,  entercada en construir los rascacielos más grandes  y colonizar las montañas más altas edificando  sus fortalezas custodiadas por mil guardias hostiles. Monterrey siempre travestida, adicta a las liposucciones y las cirugías faciales, aferrada a competir sin piedad  hasta cuando duerme.

Pero en el cuerpo de toda urbe habitan otras tantas ciudades (casi) invisibles, como las de Ítalo Calvino. En Monterrey moran ciudades ocultas, disimuladas como imperfecciones cutáneas en un rostro maquillado, cicatrices de ayeres nunca conjurados.

 Cae la noche invernal en las casas abandonadas. Nosotros seguimos caminando. Esa noche despegará nuestro avión y no volveremos en mucho tiempo. Las casas abandonadas seguirán ahí.  Alguien sin duda contará leyendas sobre extraños ruidos en la madrugada, voces pertinaces o siluetas tras las ventanas rotas.

El viento columpia el polvo, las ratas se aparean, las hojas de los árboles caen y se renuevan  y en las casas abandonadas moran los esqueletos que toda familia honorable guarda en su closet, los secretos inconfesables,  los demonios interiores siempre tan pinches tercos.