La noche interminable
Tuve una relación compleja
con este libro. Nuestra parte de noche me atrapaba y me rechazaba con igual
intensidad. Como compañero de viaje fue intermitente, pero siempre estuvo ahí,
a lo largo de casi todo el 2020. Lo pepené después de una larguísima caminata
en la CDMX a finales de febrero y lo comencé a leer en los lluviosos primeros
días del confinamiento que entonces llamábamos cuarentena. Me costó entrar en
su atmósfera. Aquello era como esos densos sueños de febrícula en donde trataba
de caminar con pies de plomo sin apenas avanzar. Me oprimía la incomprensible y
por momentos cruel relación del misterioso Juan con su pequeño Gaspar, una
suerte de mórbido Remi. Era como si el libro y yo no nos aceptáramos. He sido
un aferrado lector de los cuentos de Mariana Enríquez, pero su fase como
novelista de larguísimo aliento me costó. El implícito pacto lector-autor
estaba tardando en consumarse. Al irrumpir las primeras manifestaciones
concretas del horror (la invocación y aparición de un demonio en el cementerio
o el primer ritual de la Orden) me quedé con actitud de “no te creo”. Prefería
vivir el terror como una intuición o una sospecha y no como una encarnación. La
idea de la luz negra mutilando brazos rayaba por momentos en lo kitsch, una
sensación como de Santo contra las momias de Guanajuato. Abandoné el libro
cuando aún no llegaba a las 200 páginas. Lo dejé reposar un par de meses y
después volví, en la mitad del verano. Sucedió entonces que el libro me atrapó
e incluso empezó a meterse a mis sueños (soñé con el túnel de los mutilados que
pasa por debajo de la mansión de Puerto Reyes). La lectura se tornaba
alucinante, aunque por momentos yo acabara agotado, tal como acababa el médium
Juan Peterson después de sus sesiones con la Oscuridad. Entonces dejaba el
libro unas cuantas semanas y me entregaba a otras lecturas más ligeras. Vaya,
en medio de este Apocalipsis zombie mis sentidos pedían más ironía y menos
angustias (tal vez por eso disfruté tanto Poeta chileno, de Zambra). Mientras
avanzaba en forma intermitente en Nuestra parte de noche, leí muchos otros
libros que terminaba en dos sentadas, mientras la novela de Mariana aguardaba
siempre al acecho en el buró. Disfruté la parte del Londres psicodélico, las
correrías del Gaspar adolescente, los múltiples guiños a las típicas obsesiones
de Mariana (andróginos poetas suicidas, textos ocultos, cementerios). De pronto
el libro era como un disco de Mercyful Fate o de Type O Negative (mi
representación visual de Juan era la imagen de Peter Steele, el gigantón con
cara de muerto que cantaba en esa banda). Al final llegué a la página 667 con
la sensación de haber atravesado un laberinto de túneles. No cualquiera tiene
el fuelle para escribir una novela así. Se requiere condición física y
emocional para mantenerle el pulso y la autora casi siempre logra sostenerla.
No olvidaré fácilmente este libro, pero aun así prefiero a la Mariana
cuentista. Left Hand Path forever.