Eterno Retorno

Wednesday, June 17, 2020

Ser testaferro y aplaudidor de cualquier gobernante (sea de izquierda o de derecha) es algo esencialmente abyecto y vil. Tu vida debe estar muy jodida y fracasada para que tu papel en este mundo sea el de porrista de un político. Cada quien tiene sus filias y sus fobias, pero cuando dedicas cada día de tu triste existencia a postear loas a un presidente e insultos a cualquiera que se atreva a contradecir su sermón, es que algo debe andar muy mal contigo a nivel de realización personal. Una colección de frustraciones, complejos no resueltos y resentimientos diversos suele ser el caldo de cultivo ideal para moldear a un palero sectario e incondicional. En el pasado, los defensores del régimen obedecían a una mecánica más sencilla: dinero e intereses muy concretos. Hasta hace muy poco, los testaferros del príncipe en turno eran líderes de opinión que cobraban muy bien por ello. Carlos Denegri (magistralmente retratado por Enrique Serna en El vendedor de silencio) encarna la apoteosis de esa abyección durante la era del priismo tradicional. Hoy los tiempos han cambiado y la figura del “líder de opinión” que publica en un medio nacional está irremediablemente a la baja. La moda es tener varios miles de fanáticos vociferando a toda hora en la red. Es el espíritu de la época. Si en tiempos de López Portillo hubieran existido redes sociales, habríamos leído a miles de zombis descerebrados defendiendo incondicionalmente la “administración de la abundancia” el “orgullo del nepotismo”, la nacionalización de la banca y afirmando que el Negro Durazo era un valiente policía. Si en tiempos de Hitler hubiera existido Facebook, habríamos leído posts de incondicionales defendiendo la anexión de Austria o la invasión de Polonia como actos patrióticos. En 2020 tener a un líder opinión ya no sirve de mucho. Aunque hay unos cuantos testaferros de primera división que se benefician directamente del régimen, la apuesta del régimen está en la porra, el equivalente a la barra brava y violenta de un equipo de futbol que apoya en las buenas y en las malas y cuya máxima realización es agredir a los del equipo contrario. Así como Serna describió genialmente a Denegri y al espíritu de una época, sería fascinante que en el futuro alguien retrate la psicología y motivaciones de uno de tantísimos porristas del actual presidente. A diferencia del vendedor de silencio, en donde las motivaciones tenían que ver claramente con dinero y poder, el perfil psicológico de un testaferro pejelover promedio se emparenta más con el del acólito de una secta estilo “pare de sufrir” o “luz del mundo”, quienes creen ciegamente en sus pastores y les entregan sus fracasadas vidas en busca de redención. También puede parecerse mucho a la psicología del pandillero promedio o la del barrista futbolero, cuyas jodidísimas existencias solo adquieren sentido cuando están saltando y gritando en la tribuna, rodeados y protegidos por una masa tan enajenada y alienada como ellos. El orgasmo de todo barrista, al igual que sucede con los testaferros del presidente, se produce al momento de agredir y descalificar a los seguidores del equipo contrario. Todos conocemos a algún porrista del actual régimen y aunque sus orígenes sean variopintos, hay constantes que los hermanan: la principal es que suelen ser gente con varios fracasos a cuestas y con una elevada dosis de resentimiento (que es alimentado con el discurso oficial de odio eterno al rico y al fifí). Son seres que no han dado pie con bola ni han pelado un chango a nalgadas en sus vidas (la figura del escritor frustrado, por cierto, es prototípica en esas filas) cuyas relaciones sentimentales suelen estar en la lona. De la misma forma que algunos líderes de barra, no pocos twitteros pejezombis reciben un pago por su activismo, pero la bicoca que les dan no los hará millonarios como a Denegri. Aunque el dinero puede ser un gancho (sobre todo para seres como ellos cuya constante en la vida es andar muy cortos de lana) la verdadera motivación tiene más que ver con el sentido de pertenencia a la manada y con redimir su perpetuo resentimiento agrediendo a aquellos a quienes en cierta forma consideran culpables de su fracaso. El discurso del odio siempre será un bálsamo para el resentido. ¿Cómo los retratará la historia cuando estos odiosos e intolerantes tiempos sean ayeres? ¿Cuántos de esos abyectos lambiscones se mantendrán firmes su trinchera cuando este régimen vaya más temprano que tarde al basurero de la historia?