Eterno Retorno

Wednesday, November 20, 2019

Los romances y desencuentros de una ciudad con su río son infinitos. Cada urbe tiene una relación muy particular con el cauce que la atraviesa. Amores, odios, sanas y distantes convivencias o descaradas hostilidades suelen marcar la pauta. Hay ríos pintorescos y utilitarios; ríos proveedores y ríos monserga; ríos de postal y ríos invisibles; ríos aliados y ríos enemigos. El nuestro es un Río Purgatorio o acaso deba llamarlo Río Mátrix. Río Universo Paralelo o Río Fuera del Tiempo. Río Cementerio. La hidrografía nacional no se rompió la cabeza y lo llamó como la ciudad: Río Tijuana. Así de simple. Si ese nombre surge de la mítica Tía Juana o del vocablo kumiai Ticuán es algo que nunca sabremos y daría pie a caer en un estéril debate etimológico. Río Tijuana se llama y aunque de piedra es su lecho, sobran testimonios sobre eneros apocalípticos en los que se acuerda de llevar agua. Durante casi dos décadas trabajé mirando el lecho cementado. La sala de juntas de la redacción del periódico El Bordo tiene un gran ventanal que mira al Río Tijuana, ya en las cercanías del arroyo Alamar. Ahí jugábamos a resolver el mundo cada mañana. En esa sala se planeaba y se estructuraba nuestra edición de cada día, nuestras coberturas y futuros reportajes. Discutíamos rudo y no pocas veces peleábamos, siempre con la sensación de que no había tiempo que perder. Cuando inmersos en el estrés nos asomábamos a la ventana o salíamos a la terraza a fumar, cruzábamos nuestra mirada con los habitantes del río que emergían silenciosos en el borde. Estábamos a unos pocos metros de distancia y sin embargo vivíamos en dimensiones distantes. Nosotros creíamos marcar el pulso de la ciudad con nuestras portadas reveladoras, pero frente a nosotros existía un limbo urbano en donde regía otro reloj y otras leyes. Nosotros trabajábamos al ritmo de la política, la economía y la seguridad pública, pero en el río los ocasos y amaneceres se rigen por las manecillas del hambre y los opiáceos. Son las manecillas de la supervivencia en un mundo anterior al mundo, o en el valle del caos y el derrumbe que nos quedará por herencia cuando nos descubramos cual reyes desnudos. Así me descubrí cuando periódico El Bordo se declaró en bancarrota y sacó a la calle el último ejemplar de su historia, luego de entregarle más de 20 años de mi vida. Entonces tuve plena certidumbre del desbarrancadero. Ese día, después de recoger las pocas cosas de mi escritorio, me fui a caminar por el río. Ahí estaban ellos. Crucé miradas con un hombre que era pura pústula y herrumbre. Al verme en sus ojos, reparé en lo delgadísima que es la capa que me separa de su destino. ¿Qué tan duro es el blindaje de nuestro castillito de certidumbres? ¿Cuánto falta para que se rompa la delgada capa de hielo sobre la que patinamos? Toda vida es frágil y a menudo hace falta muy poco para derrumbarla. El umbral que nos separa de un destino que creemos inverosímil es apenas una puerta de vapor La Mátrix somos nosotros mientras aceleramos a fondo por la Vía Rápida en nuestra desenfrenada carrera a ninguna parte. El río está ahí para recordarnos la llaga mórbida que no cicatriza, la macabra otredad de nuestro rostro, la catarata inacabable, terca y pestilente de nuestra mierda.