Montesquieu lo tuvo siempre muy claro: “Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder”. En esa sencilla frase con esencia de juego de palabras resumió los fundamentos ideológicos que dieron al traste con las monarquías absolutas y establecieron los contrapesos políticos que conforman el gobierno de cualquier nación democrática. Todas las repúblicas liberales y aún las monarquías constitucionales modernas tienen sus cimientos filosóficos en un libro llamado El Espíritu de las Leyes. En sus páginas Montesquieu desarrolla en plenitud conceptos como división de poderes, soberanía, constitución, igualdad ante la ley y garantías individuales. En un mundo aún regido a capricho de los monarcas absolutistas donde la palabra o el deseo de un rey era equiparable a la voluntad divina, Montesquieu entendió que el poder debía dividirse para contenerse y que ningún individuo, ni aún el rey o el presidente, podía estar por encima de la ley. Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura, la potestad legislativa y la potestad ejecutiva están reunidas, no puede haber libertad; porque se puede temer que el mismo monarca o senado pueda hacer leyes tiránicas, para ejecutarlas tiránicamente, se lee en El Espíritu de las Leyes. Las naciones latinoamericanas somos hijas de la Ilustración, de ese Siglo de las Luces en donde el pensamiento racional y científico buscó disipar las tinieblas de la ignorancia. La emancipación de los antiguos virreinatos españoles y los fundamentos políticos de las nacientes repúblicas no se explicarían sin la influencia de las obras de pensadores como el ya mencionado Montesquieu, junto con Rousseau, Voltaire o Diderot. Claro, la adaptación de la teoría a la práctica costó demasiada sangre y sinsabores. En el Siglo XIX los caudillos estuvieron por encima de las leyes en casi toda la región y durante el siglo pasado fue moneda corriente la inmolación de gobiernos democráticos en el altar de sacrificios del cuartelazo militar. Pese a lo fiero de las resistencias, la llegada del Siglo XXI encontró a Latinoamérica gobernada en su mayoría por imperfectas democracias liberales, pero a punto de entrar a la tercera década del nuevo milenio, la herencia de la Ilustración parece estar en profunda crisis. Lo que une a gobernantes de derecha e izquierda en estos tiempos es que todos parecen sentirse incómodos con los contrapesos institucionales y prefieren apostar por la omnipotencia y por adaptar la ley a su modo, domesticando a los demás poderes. Amparados por la crisis generada en torno los focos rojísimos de temas no resueltos como pobreza extrema e inseguridad ciudadana, una nueva generación de mandatarios latinoamericanos parece estar cediendo a la tentación absolutista, buscando mecanismos para perpetuarse en el poder modificando la ley a su modo y debilitando al máximo contrapesos políticos e instituciones autónomas. Otro lastre que los hermana es la forma en que están dando al traste con la tradición laicista. Puede que Jair Bolsanaro en Brasil represente en Brasil a la extrema derecha y Daniel Ortega sea el heredero de la revolución sandinista en Nicaragua, pero están hermanados en que ambos han empoderado al cristianismo evangélico en sus respectivas naciones. Sebastián Piñera en Chile encabeza una economía moderna, pero pasa por encima de las garantías individuales de su pueblo mientras que Evo Morales reivindicó socialmente a los indígenas bolivianos, pero no dudó en prostituir la ley para perpetuarse en el poder. El Espíritu de las Leyes cotiza a la baja hoy en día.
Wednesday, November 13, 2019
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