La carretera de los prófugos estaba ahí, marcada con su nombre después de la caseta (¿o era acaso una garita?) Sobre aviso no hay engaño: ahí podía leerse profuge y si tomabas esa autopista sabías a qué atenerte. Las patrullas estaban listas para perseguirte, pero acaso esa ruta de escape era una suerte de ley fuga, un rayito de esperanza para el buen criminal en aquel país oriental. Cuando comenzaba yo a acelerar, decidido ya a jugarme el todo por el todo y descararme como un prófugo, algo me hacía pensar en estar cometiendo un suicidio y optaba por meter reversa, aunque no sin jurarme a mí mismo que antes me dejaría matar que volver a pisar una cárcel (al parecer ya había estado encerrado en una milimétrica celda en aquel terruño asiático y fue una experiencia claustrofóbica). Así, decidido a huir o morir, pero sin querer auto etiquetarme como un prófugo, metí reversa y di vuelta en U. Aún no sé por cuál autopista infernal estoy circulando ahora mismo.
El límite entre dos entidades federativas de una asiática nación a la que llamé Malasia solo por llamarla de una forma, los contrastes entre la aplicación del reglamento y la tolerancia en cuanto a límites de velocidad. Las ciudades en cuestión, a las que llamaremos Peng y Peong, rivalizaban en materia de ingeniería vial. La única certidumbre es que pasando el tope fronterizo todos disminuíamos la carrera y nos íbamos a pasito hacia el extraño hotel balneario de madera que nos recibiría justo en la duermevela de los Idus de Marzo. ¿En qué parte de ese alojamiento se oculta el cuchillo afilado listo para matarme? ¿O acaso el asesino soy yo?
Wednesday, March 20, 2019
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