La conclusión acaba por ser aterradora: no hay escritura sin dolor. No se trata solamente de acomodar palabritas como quien coloca un lego arriba de otro. Nombrar demonios punza y hiere. No se puede ir por la vida desdoblando mundos y pretender que no pasará nada. Escribir tiene (o puede tener) su dosis de hedonismo, pero en cualquier caso es más grande (o por lo menos más probable) el dolor.
Todo desparramador de palabrería, aún el más torpe e ingenuo, el más pretencioso e imbécil, conoce algún día aunque sea un destello, una pizquita del éxtasis, la sensación de estarse elevando a alguna cumbre desconocida, la intuición de un desdoblamiento interior, del inminente encuentro con una otredad que saldrá al paso. Puede ser un mentiroso resplandor, pero irrumpe (juro que irrumpe) aunque suele desvanecerse y evaporarse rápido. Al final queda el flagelo y la impotencia, pero acaso ese espejismo sea tan fuerte para justificarlo todo. ¿Por qué somos tantos los que nos arrimamos al desbarrancadero? ¿Cómo es posible que la catástrofe sea tan adictiva?
Monday, November 27, 2017
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