Eterno Retorno

Sunday, November 12, 2017

He dicho que en mi entorno hay más escritores que zancudos zumbando en un atardecer tropical. Lo verdaderamente catastrófico es que de la mano de cada escritor camina su respectiva escuelita para enseñar a escribir y formar otros seres como él. Si le echamos matemática esto puede rayar en hecatombe, pues al impartir su taller el escritor en cuestión se multiplica por cinco o por ocho o diez. El negocio no es vender o regalar libros destinados a no ser leídos (tarde comprendieron) sino promover talleres para formar a otros entes a su imagen y semejanza. La consigna es multiplicarse como los Gremlins, esparcir el contagio y transformarlo en epidemia. Un mundo infestado de gente aferrada plasmar en palabras sus obsesiones. El planeta plagado de seres que te dicen léeme, léeme, ponme atención, embriágate de mis palabras. Si ya te dedicas a escribir o algunas cuantas personas te ubican como diestro en las artes narrativas entonces debes abrir cuanto antes tu escuelita. Puedes llamarle como quieras: taller suele ser lo ordinario y laboratorio lo vanguardista. Debes ofrecer algo dinámico, ágil, realista, divertido. Tu saloncito de clases no solo es la zona sagrada de donde brotará mágicamente el narrador oculto que llevas dentro, sino un espacio para la convivencia, el intercambio y el posible ligue. El mandamiento parece ser inviolable: si eres escritor entonces debes tener tu libro y tu taller o incluso puede que no hayas aún publicado nada, pero eso no te exime de ofertar tu sabiduría y tu destreza para enseñar al inexperto a acomodar palabras. Tratar de vender un libro es a priori infructuoso. Es como obligar a alguien a perderle el amor a 150 o 200 pesitos y aparte dedicarle tiempo y concentración a tus desvaríos. Es posible que algunos amigos desembolsen el billete y te pidan una firma. Lo verdaderamente improbable que te lean. En cambio si le ofreces a alguien la llave mágica para aprender a acomodar oraciones como si fueran legos y a construir un relato como quien levanta un castillito de arena, hay muchas más posibilidades de seducirlo y engancharlo. La ecuación es fácil: a nadie le interesa leer; lo que quieren es escribir y ser leídos. ¿Y de verdad somos tantos? ¿Habrá una estadística confiable capaz de acercarse al porcentaje de personas que en algún momento de su vida intentan probar fortuna en la escritura creativa? En una ciudad de dos millones de habitantes ¿Cuántos trataron de escribir por lo menos alguna vez un cuento o un poema? ¿Son una multitud capaz de atiborrar una plaza? Cuando los veo así, todos juntos, tiendo a creer que en realidad son cientos de miles y estoy tentado a creer que el Himno Nacional Mexicano debería decir “un poeta en cada hijo te dio”. Pero luego miro afuera de mi mundo y reparo en que aún esa masa es minoría frente a los millones y millones de personas a los que la escritura simplemente les vale madre y nunca en 80 0 100 años de vida sentirán siquiera la curiosidad de plasmar un pensamiento o una idea en palabras escritas, mucho menos dar forma a un relato. Millones y millones de seres ágrafos entre los que hay políticos, empresarios y respetables líderes ciudadanos. Millones de seres que no leerían una página tuya aunque les pagaran, ante quienes aquello que haces es un amontonar de letras monserga, letras ladrillo, letras tedio. Bultos de palabrería cuyo mayor mérito es fungir como pastilla para el insomnio.