El amanecer me recibe con un teatro de sombras en la cortina de la sala. El primer actor es el colibrí ¿alcanzan a distinguirlo? Está ahí, entre las ramas del arbolito y los barrotes de la ventana. Hay albas desbordadas de embrujo. Ninguna otra hora del día se habla de tú con la magia. En los instantes previos a la primera luz, la playa de nuestra mente aún está empapada por la marea alta de un sueño alucinante. El hechizo de lo onírico todavía no se disipa y el tirano racional yace amodorrado. La primera luz es el territorio natural de las ficciones (y la luz de este otoño es cosa de encantamiento).
Ya está aquí el dejá vu otoñal. Este amanecer lo he vivido infinitas veces y está poblado por mil y un fantasmas que te hablan al oído. Ninguna época del año tiene días tan embrujados como octubre y noviembre. Es como si el entorno entero estuviera infestado de espectros aferrados a mandar mensajes y jurarte que el Mito del Eterno Retorno existe. La sensación es omnipresente: este aire y esta luz son de otro día que transcurrió años atrás. En otoño suelen irrumpir como si nada las vueltas de tuerca y los radicales cambios en la dirección del viento. En Baja California brillan por su ausencia las hojas secas pintado de rojo los caminos, pero a cambio tenemos un cielo de petulante desnudez y atardeceres cómplices de las lunas más redondas. Lo mejor de este otoño –ni duda cabe- es su cielo y su luz.
El canijo colibrí lo sabe y actúa en consecuencia.
Y un día cualquiera alguien quemará todos mis libros o los tirará a la basura o los donará a un pordiosero y esa catarata de papel, tinta y delirio yacerá en el drenaje profundo de alguna ciudad en donde no sobrevivirá un solo lector y a nadie le dirán nada mis subrayados y mis garabatos enfermos, ni mis rúbricas compulsivas ni todas esos señuelos de obseso, rastro de mi delirante y patológica relación con este objeto en desuso. Entiendan por una vez carajo: lo mío no es cultura ni erudición; es puro y vil teporochismo, un jaipo libando su Tonaya, un chacuaco quemándose las yemas de los dedos con la bacha de su último tabaco mojado, un errabundo carcomido por su incapacidad de mirar a los ojos del mundo real, el vil aferre de un náufrago adicto al naufragio.
Hoy no quiero escribir. Es pedirle peras al olmo. No es la primera vez y no si será la última o acaso la definitiva, porque a partir de este otoño navaja no me será dado escribir nunca más. No te preocupes. Me ha pasado otras veces. Enciende las alarmas el día en que no quiera leer más, cuando mis libros me generen indiferencia o repulsión y me refugie en el mal viaje de una pantalla y deje caer la noche sin la dulce furtividad de un párrafo malandro horadando mi imaginación. No hay sosiego en la negra noche de mi ignorancia ni punto de fuga al final de la página. Hay libros, sólo libros; chingos de libros y chingos de muertos. Libros y muertos; muertos y libros; libros que mueren, libros que se zombidifican. Un millón de papeles olvidados desfilando por calles muertas en plan de cadáver caminante. The night of the living dead book. A la mierda las arquitecturas prosísticas y sus patrañosos personajes. A la mierda los suspensos y los abortos disfrazados de desenlace. Acaso la única herencia sea la libre asociación, el derramar palabrería como el vómito del borracho. Derramar, arrojar y naufragar en torrentes de mierda. Arrancar la última mirada antes del olvido.
Friday, November 17, 2017
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