Cien añitos cumple nuestra lindísima muerta.
Los mexicanos tenemos una relación enfermiza y disfuncional con nuestras leyes. Las creamos como una suerte de salmo, una litúrgica letanía destinada a hacernos creer nuestra pertenencia a una sociedad idílica mientras alegres nos sumergimos en el abismo que separa el de jure del de facto. Un abismo que ha atravesado y atraviesa nuestra Historia y marca nuestra vida cotidiana desde el virreinato hasta nuestros convulsos días. Nuestras constituciones han sido sacras letras muertas en donde se construye un país utópico, una sociedad ideal en donde sería hermoso vivir pero en donde todos sabemos y asumimos que no vivimos. Damos por hecho que entre la ley y la vida real se interpone un grandísimo hoyo negro al que debemos adaptarnos. La aplicación de la ley no es ni ha sido nunca nuestro fuerte pero su redacción se nos da de maravilla.
Eso sí, nuestra tradición constitucionalista es preciosa. Al final, al menos en el deseo, somos hijos de la Ilustración, de El Espíritu de las Leyes de Montesquieu, de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, aunque nuestras leyes supremas nazcan divorciadas de la sociedad en donde pretenden aplicarse.
Hermosa historia de lo que pudo haber sido fue la Constitución de Cádiz en 1812. La Pepa pudo haber creado una gran confederación panhispana, pero se limitó a inspirar los Sentimientos de la Nación y la Constitución de Apatzingán, sepultadas bajo la pólvora de la guerra de Independencia. En 1824 creamos una suerte de Frankenstein federalista, un zapato a la fuerza mal copiado al vecino del norte que acabó costándonos una dolorosa mutilación. Conste que mi paisano Fray Servando se los advirtió.
En 1857 logramos crear la Carta Magna más liberal y progresista del orbe, tan adelantada a su época, tan vanguardista, que fue imposible de aplicar y derivó en la paz porfiriana y su “mátalos en caliente” que después de medio siglo de guerras civiles, cuartelazos e invasiones, era pedida a gritos por nuestro pobre país.
Seis décadas después, tras toneladas de plomo mal gastado en cuerpos innecesarios, los carrancistas quisieron domesticar a la bestia revolucionaria con un gran Leviatán jurídico que hoy cumple un siglo. Nuestra Constitución es un portento de la literatura de ficción. La nación que habita en sus 136 artículos tiene cara de tierra prometida.
Épica es nuestra gran distopía constitucional, nuestro aferre a vivir a plenitud esa dualidad a lo Jekyll y Hyde entre la ley y la calle. Aun así, tenemos una envidiable Constitución. Nadie dijo que no hubiera cadáveres exquisitos. Felices cien años querida señora. Después de todo debemos admitir que eres una muerta seductora. (DSB)
PD- La descomunal Constitución que aparece en la foto fue un regalo del gran Leonardo del Bosque. Acaso su recuerdo sea lo mejor de este 5 de febrero.