Su enfermedad empeoraba. Lupus, - lobo en latín- era el nombre del padecimiento cuya causa era, al parecer, una desafortunada lotería genética. El “lobo” se tornaba particularmente agresivo con ella. No era descartable que estuviera ya afectando órganos vitales. Alanah había leído libros sobre mujeres indígenas que curan con hierbas. Había escuchado sobre brujas y curanderas capaces de hacer milagros e intuía que ellas podían salvarla. Una limpia, un desdoblamiento interior, un ritual para encontrarse. El hallazgo de su hermana debía ser una señal.
Un viernes por la mañana Alanah cargó una mochila con varias mudas de ropa y se subió al trolley. Llevaba puesta una sudadera con capucha que le cubría por completo la cabeza y le disimulaba al máximo el rostro, donde el sarpullido en forma de mariposa había dejado de ser una sugerencia para hacerse evidente.
Más allá del ridículo de ese porno-naif, lo que a la distancia me parece sorprendente es que escribí esa tentativa de novela como un acto de onanismo literario. Jamás siquiera me pasó por la cabeza la idea de hacer por publicarla y para ser franco ni siquiera consideré mostrarla a alguien o pasarla en limpio. La escritura era un fin en sí mismo, un destino total. Una escritura autista ajena a cualquier asomo de pretensión. La escritura cerraba su círculo al momento de garabatear cada palabra. No deseaba otra cosa que excitarme escribiendo. Al no pensar siquiera en un hipotético lector, mi tarea carecía de intenciones a posteriori. Creo que toda mi narrativa infantil y adolescente padeció ese autismo y eso mismo la hacía pura. En aquel entonces yo no pretendía ser escritor. Tan solo deseaba escribir. Confieso que nunca he vuelto a retomar esa pureza.
Thursday, February 02, 2017
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