Las escenas más simples de tu vida, sobre todo aquellas que derrochan ternura en medio de una amorosa modorra cotidiana, enseñan en algún pliego el imperceptible hilo negro de la sombra que les acecha. Mi mente pinta inocentes antesalas de hecatombes.
Cada cuadro de cotidianidad es una danza macabra. En día más luminoso se insinúa siempre la proximidad de una sombra. La risa desbordada y el goce inconsciente navegan lentos hacia su abismo. La parca yace al acecho en algún rincón del lienzo.
Un pedazo de piedra sobre La Danza de la Muerte de Hans Holbein (El joven) pretende recordarme que alguna vez creí caminar por el mismísimo centro neurálgico de la Historia, el sitio donde el planeta entero volcó sus emociones y su pánico, nuestro altar y nuestro espejo, las humeantes ruinas del futuro.
Los mil cuentos posibles yacen ahí, en la piedra bronca donde duermen las esculturas, en el flácido territorio límbico que aguarda su postergada revolución. Palabras vegetantes, palabras en estado de coma, palabras destinadas a la nada del neonato.
Presagios y cuentas regresivas. Los inocentes pasos fatales rumbo al cadalso. La más ordinaria despedida, la tarde de modorra que antecede al Infierno; la sombra siempre oculta, en omnipresente acecho. Aún en tu cuadro de cariñitos y sonrisas ella está ahí, reloj en mano, con la cuenta regresiva de los minutos, deshojados como una flor moribunda en otoño.
Tuesday, December 13, 2016
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