Eterno Retorno

Sunday, October 09, 2016

Como su palita no podría nunca cavar un pozo tan ancho, Lluvia se las arregló para ir pepenando instrumentos de mayor calado. En un baldío cercano a su casa escarbó con paciencia durante todo un verano y en los primeros días de octubre había conseguido un hoyo con una circunferencia lo suficientemente ancha como para dar cabida a su cuerpo. Lluvia, la niña de la tierra, tenía una anatomía compacta, menudita y correosa. Fue siempre la más pequeña en la fila escolar y a los once años aparentaba menos de siete. Algunos lo atribuyeron a desnutrición o a un deficiente desarrollo, pero lo cierto es que en la familia de Lluvia nunca hubo, ni por padre por madre, un solo integrante que sobrepasara el 1:60 de estatura aunque el caso de la niña del lodo fue un extremo insuperable. Al entrar a la pubertad Lluvia era una especie de escuálida duendecita, una presencia casi etérea. Al verla podría atribuírsele una mórbida fragilidad anatómica y era fácil imaginar a un ventarrón cualquiera revolcándola en las alturas, pero los brazos de Lluvia, curtidos por mil y un paleos sobre yermos terrones, eran fuertes como los de un remero o beisbolista. Ruda como mata baldía, Luvia corría como las liebres y fue por designio de su cuerpo la campeona insuperable de juegos como “la traes” o las escondidas. Alcanzarla en una carrera o encontrarla en un escondite fue siempre misión imposible. Veloz, huidiza y correosa, Lluvia se las arreglaba para desparecer entre improbables recovecos. No fue la suya una feminidad de muñequitas y en su adolescencia brillaron por su ausencia los idealizados galanes.