Como su palita no podría nunca cavar un pozo tan ancho, Lluvia se las arregló para ir pepenando instrumentos de mayor calado. En un baldío cercano a su casa escarbó con paciencia durante todo un verano y en los primeros días de octubre había conseguido un hoyo con una circunferencia lo suficientemente ancha como para dar cabida a su cuerpo. Lluvia, la niña de la tierra, tenía una anatomía compacta, menudita y correosa. Fue siempre la más pequeña en la fila escolar y a los once años aparentaba menos de siete. Algunos lo atribuyeron a desnutrición o a un deficiente desarrollo, pero lo cierto es que en la familia de Lluvia nunca hubo, ni por padre por madre, un solo integrante que sobrepasara el 1:60 de estatura aunque el caso de la niña del lodo fue un extremo insuperable. Al entrar a la pubertad Lluvia era una especie de escuálida duendecita, una presencia casi etérea. Al verla podría atribuírsele una mórbida fragilidad anatómica y era fácil imaginar a un ventarrón cualquiera revolcándola en las alturas, pero los brazos de Lluvia, curtidos por mil y un paleos sobre yermos terrones, eran fuertes como los de un remero o beisbolista. Ruda como mata baldía, Luvia corría como las liebres y fue por designio de su cuerpo la campeona insuperable de juegos como “la traes” o las escondidas. Alcanzarla en una carrera o encontrarla en un escondite fue siempre misión imposible. Veloz, huidiza y correosa, Lluvia se las arreglaba para desparecer entre improbables recovecos. No fue la suya una feminidad de muñequitas y en su adolescencia brillaron por su ausencia los idealizados galanes.
Sunday, October 09, 2016
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