Una hora antes del amanecer todos sus flagelos internos parecen aferrados a desgarrar cualquier vestigio de paz en el fluir de su pensamiento, pues lo que fluye son monstruosidades e inmundicias: el perro destripado, un payasito sin piernas intentando hacer malabares con pelotas desde una silla de ruedas, una mujer arrastrando un pie de elefante y una famélica figura asexuada con un tapabocas manchado de sangre. Después la iglesia, las manos húmedas dándole la paz, los besos babosos de las señoras, los brazos posados sobre sus hombros a la hora del selfie. Sólo Arnauda - su más fiel escolta, escudero y confidente multiusos- pudo leer en su rostro el arribo de la taquicardia, el mareo reflejado en repentina palidez y la inminencia de alguna catástrofe que bien podría ser el desmayo o el ataque de pánico. Con la dosis exacta de firmeza y discreción, Arnauda se las arregló para sacarlo de la iglesia por una pequeña puerta ubicada en la parte trasera del altar y conducirlo hasta el carro ya encendido. El “gracias Arnauda” pronunciado por Livio fue casi un grito de liberación y alivio. Su salida había sido lo suficientemente discreta como para no atraer demasiadas miradas, pero no lo privaría de la nueva andanada de rumores que brotarían como gusanos de mil bocas a la salida de la parroquia.
Ahora está despierto, coronado por el sudor frío y sin acertar a borrar las imágenes que irrumpen como infernales diapositivas: perro muerto, acróbata mutilado, manos pringosas, baba en su mejilla. La cama lo expulsa. Imposible permanecer bajo las sábanas cuando en su mente desfila el museo de los espantos. Descalzo camina por la habitación a oscuras hacia el gran ventanal panorámico de la sala. El único sosiego posible es certificar con la mirada los cientos metros que lo separan del pestilente suelo, pero ni siquiera la visión de la ciudad desde el piso 39 alcanza a consumar inmediatamente su exorcismo. Livio permanece largos minutos con el rostro pegado al cristal, construyendo veredas de neón con la mirada, tratando de ubicar puntos exactos en la cartografía urbana del municipio con mejor nivel de vida en Latinoamérica. San Pedro aún duerme.
La terapia de Livio consiste en contar el número de ventanas iluminadas en las torres vecinas. Juega a imaginar cuántas de esas luces han sido encendidas por insomnes como él - acólitos en la secta del mal dormir- y cuántas son de madrugadores que se preparan para recibir el amanecer corriendo en algún parque. A las cinco de la mañana aún son muchas más las ventanas oscuras pero conforme los minutos transcurren las luces van brotando entre las moles durmientes de concreto. Es entonces cuando con brutal claridad irrumpe la imagen de la ciudad aérea que ya nunca lo abandonará.
Sunday, October 02, 2016
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