En mi regia infancia la circunferencia del horizonte la determinaron las montañas. Antes de saber de Norte y Sur, mi Rosa de los Vientos me enseñó que el amanecer llega por La Silla y el crepúsculo por las Mitras y crecí sabiendo que jamás podría perderme pues bastaba orientarme por los cerros para volver a casa. El patrón para aprender a trazar la M lo dibujó la Sierra Madre antes de los tubos de la Plaza de la Alianza, cuando aún había conejos y coyotes corriendo por Valle Oriente y el umbral del más allá se pintaba de rojo cuando el sol buscaba el punto de fuga en los riscos de la Huasteca. Mis primeros años transcurrieron en el espacio comprendido entre las vías del tren y el Río Santa Catarina, entre el retumbar de madrugada de mil y un trenes cargueros y la dinamita de la pedrera al pie de las Mitras. Antes de tener mi primer reloj, distinguía las seis de la tarde por la puntualísima irrupción del silbar de la máquina anunciando la proximidad del Regiomontano. Mi bicicleta peinó la cartografía posible e imposible, de Villa de García a la Presa de la Boca; de San Nicolás hasta Chipinque; de Santa Bárbara a Fundidora por la vieja ciclopista antes del Gilberto. Subí todos los cerros, deambulé en todos los barrios, caminé la recién inaugurada Macroplaza y dudé en torno a la identidad de los ángeles de La Purísima. Edificamos ciudades con adobe de nostalgia (en penumbra) y tratamos de andar sobre nuestras huellas en las calles de una urbe que ya no existe y que acaso jamás existió del todo.
Mi ciudad, nacida de la fuga de unos judíos conversos y un triángulo amoroso, suele mirarme como a un perfecto extraño, un eterno buscador de exilios. Nos une la mutua incomprensión, los largos silencios tras interrupción de un diálogo condenado al naufragio. A veces me cuesta trabajo creer que nací ahí sin admitir que miro el mundo a través de los ojos de agua de Santa Lucía. Extraña relación la nuestra, tan atípica como esta lluvia tijuanense que despide el verano. Esta mañana está cubierta de sombra y no de resolana. También (debo admitirlo) de una bravísima saudade. Felices 420 Sultana mía. A veces me cuesta trabajo admitir lo mucho que te quiero.
Tuesday, September 20, 2016
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