Hace algunos días mi hijo Iker me preguntó si yo soy reportero. Le dije que sí y al parecer la respuesta le emocionó. Le pareció un oficio interesante. Después le aclaré que durante muchos años me dediqué a reportear pero ahora no lo hago más y para ser franco no sé si alguna vez volveré a hacerlo. Más de una vez he dicho que ser reportero es una enfermedad incurable y que aún cuando los síntomas no sean visibles, la bacteria habita siempre en nuestro organismo y puede rebrotar en el momento menos pensado. Lo preguntón, lo curioso y lo jodón ya van enquistados en el ADN, o al menos eso creía hasta este 2016 tan Bartleby, cuando por vez primera empieza a resultarme extraño y hasta ajeno el haber pateado calle durante tantísimos años. Lo siento, pero en los últimos meses he ido desarrollando una suerte de alergia a los temas de actualidad. Vivo inmerso en mi autismo literario, encerrado en mi torre de Montaigne y ni siquiera he sentido la natural necesidad de joder a los mojigatos que deliraron con la visita de Bergoglio. Desde hace algún tiempo me mantengo totalmente ajeno a la política bajacaliforniana. Nada quiero saber de grillas, controversias y estériles debates de sordos. En mi vida existe una sola trinchera y a ella estoy entregado. A veces me da por creer que arrojé muchísimos años al vacío empujando la piedra de Sísifo del periodismo, que perdí un tiempo valioso, pero luego reparo en que no pude haber tenido una mejor universidad y que ningún master de escritura creativa me hubiera dado lo que me dieron dos décadas reporteando en las calles. Sí, a veces quiero cortar amarras, dejar atrás, pero cuando doy rienda suelta a relatos de ficción resulta que casi todos mis personajes son reporteros y casi todas mis historias tienen que ver con el periodismo. ¿Me será dado exorcizar algún día a esos demonios?
Wednesday, February 17, 2016
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