Eterno Retorno

Saturday, June 13, 2015

Un Bowie bolchevique

Si a mi vida no le da por interrumpirse un día de estos, acaso dentro de algún tiempo evocaré la de 2015 como la primavera Limónov. Hay lecturas que marcan un tiempo y el gran libro navaja de esta primera mitad del año es esta sui generis biografía escrita por el francés Emmanuel Carrère. De entrada debo aclarar que padezco una confesa debilidad por cierta clase de excéntricos personajes que parecen empeñados en contradecirse compulsivamente y darse a odiar. Tal vez sea resultado de la malicia de Emmanuel como biógrafo, pero hacía mucho que no encontraba una personalidad tan compleja y contradictoria como la del escritor e insurgente ruso Eduard Limónov. Es fácil detestar a Limónov y colgarle la etiqueta de fantoche, chiflado y oportunista. Lo difícil es tratar de dimensionar la complejidad de su personalidad y entender sus motivos, si es que los hay. Tampoco es sencillo reconocer que dentro de sus terribles contradicciones, Limónov es un personaje brutalmente honesto. Nacido a orillas del río Oka en el verano de 1943 mientras Stalingrado ardía, Eduard Venianímovich creció en Jarkov, Urcrania, donde su padre, guardia del Ejército Rojo soviético, estaba comisionado. Eduard creció en la miseria de una periferia industrial. Su sed de grandeza, su narcisismo y sus brutales contradicciones brotaron desde la temprana infancia. Eduard admiraba a su padre por llevar un uniforme del Ejército Rojo, pero le humillaba que no fuera un héroe de guerra y que no pudiera aspirar a un grado más alto más allá de una modesta posición como guardia de prisiones. Rebelde, soñador, transgresor de la ley y no pocas veces delincuente, Eduard fue vándalo y ladrón en su adolescencia, lo que no estaba peleado con una inocultable vocación por la poesía. Sentía admiración por grandes criminales, lo atraía el glamour y la vida disipada, pero al mismo tiempo era un apologista del régimen de Stalin. Su nombre de guerra, Limónov, lo tomó prestado de un poeta ruso y como tal se inmortalizó. Dentro de su extraño credo, detestaba el discurso anti-gulag de los exiliados, pero hizo demasiados esfuerzos por conseguir exiliarse de la Unión Soviética en los años 70 para irse a radicar al Nueva York de Andy Warhol, Lou Red, los Ramones y el CBGB. En las calles de la Gran Manzana fue yonqui y prostituto, un vocacional sodomita con facha de David Bowie que defendía al estalinismo mientras narraba con prosa bukowskiana cómo era enculado por negros de penes grandes, lo cual no le impidió trabajar como mayordomo para un excéntrico multimillonario neoyorkino. Su prosa irreverente y descarnada lo llevó a París en los años 80, donde se transformó en un ídolo de aspirantes a poetas malditos, hasta que retornó a Rusia con la Perestroika para poco después unirse al ejército serbio y participar como mercenario en el sitio de Sarajevo junto a infames genocidas como el Tigre Arkan y Radovaán Karadzic. En la era de Vladimir Putin funda en Rusia el Partido Nacional Bolchevique, una suerte de utópico refugio para jóvenes marginados y punks de deprimidas aldeas a las que el nuevo capitalismo ruso sumió en la indigencia. Huésped por igual de palacios y prisiones, hedonista y espartano, fascista y anarquista a un mismo tiempo, la vida de Limónov es un retrato descarnado, extremo y tragicómico de la condición humana en la Rusia contemporánea, desde Stalin a Putin, de Solyenitzin y Bulgakov a Politkóvskaya. No es precisamente un Aliosha Karamazov y posiblemente hubiera sido detestado con igual intensidad por Dostoievski y Tolstoi, pero creo que más que un escritor, Limónov aspiró y aspira a ser encarnación pura de la más alucinante novela rusa.