Nuestra vida está llena de pequeños grandes rituales. Algunas culturas debían bañar con sangre los altares de sacrificio para que el Sol se dignara a seguir saliendo. Por lo que a mí respecta, mi ritual para garantizar que el mundo gire y las ideas fluyan tiene que ver con inmolar grano de café en el altar de una prensa francesa dentro de la cual derramo agua hirviendo. El aroma cafetalero es una fantasma que va impregnando cada rincón de la casa y solo entonces el engranaje de la existencia vuelve a funcionar mientras las primeas luces de la mañana se cuelan furtivas por las ventanas. Este ritual se repite cada amanecer (Todas las mañanas del mundo diría Pascal Quignard) y como sucede con toda ceremonia litúrgica, soy metódico y obsesivo con los pasos a seguir. Desde hace once años bebo siempre en las mismas dos tazas. Una vez que doy el primer sorbo puedo hablarme de tú con los espectros de la duermevela. Hoy la mañana arrastra su falda de agua. Una atípica lluvia fría en pleno mayo la da la bienvenida a este viernes. Pienso en las palabras que como aves migratorias pasarán de largo sin ser escritas, en la cuenta regresiva hacia “el olvido que seremos” (Faciolince dixit) y es la proximidad de ese olvido irremediable que nos tragará como hoyo negro, lo que hace delicioso e irrepetible este poderoso café mío, empeñado en jurarme que los embrujos existen.
Friday, May 15, 2015
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