Ayer he caminado por el puerto y por la playa al atardecer sin encontrar un solo ser vivo a mi paso. Tan solo encontré las mismas carroñas de la semana anterior pudriéndose sobre la arena. Ni un solo pájaro revolotea en los alrededores y hasta el oleaje del mar parece haber entrado en un letargo límbico. Ya ni siquiera escucho disparos ni se distinguen luces o barcos en los alrededores de las islas, aunque la densidad de la neblina me sigue dando lugar a dudas. Lo más opresivo es el silencio.
Fuerzas rebeldes tenían sitiada la ciudad por el noreste y era imposible acercarse a las afueras sin correr el riesgo de ser abatido por un francotirador. Al suroeste solamente nos quedaba el mar infecto en donde flotaban ratas muertas, y las sombras siniestras de las Islas Coronado que cada atardecer parecían estar más cerca de nuestra costa. Confinados en el puerto, atrapados entre la peste y los guerrilleros, las provisiones se nos fueron agotando. Pronto no quedó más remedio que alimentarnos de rancio salvado y algunas conservas rescatadas de las bodegas portuarias. A lo lejos se escuchaban las ráfagas de ametralladora desde los límites de la ciudad, mientras el faro de las islas seguía emitiendo luces púrpuras y rojas por las noches que eran nuestra única iluminación al caer el Sol, pues las fuerzas rebeldes habían dejado al puerto sin energía eléctrica.
...y fue él quien me hizo notar la presencia de esos barcos extraños que desde nuestra costa se divisaban apenas como manchones rojos irrumpiendo entre la niebla. Los barcos de guerra llegan periódicamente a las islas para abastecer a los soldados, pero aquellas naves color escarlata parecían procedentes del extranjero.
Monday, May 18, 2015
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