Eterno Retorno

Sunday, July 20, 2014

Hubo un tiempo en que no pasaba una semana de mi vida sin comprar por lo menos un disco. En mi particular cajita de Skinner, la música fungía como el mejor estímulo conductual. Después de una ardua semana de trabajo, la mejor manera de llegar al viernes era con un álbum nuevo para la colección. Comprar un disco era algo que estaba lleno de sentido. En mi adolescencia era capaz de sacrificar no pocas cosas con tal de ahorrar y obtener mi nuevo objeto del deseo. A finales de los ochenta y principios de los noventa compararse un CD era todavía un lujo y un acontecimiento. Mi primer empleo en nómina, a los 17 años de edad, fue en Discos Zorba Interlomas. Ese trabajo fue el equivalente a poner a un adicto a vender droga. Vendía discos para mantener mi vicio de comprar más discos. Cuando empecé a trabajar en serio y me sumergí en las fauces de esa devoradora de vidas llamada periodismo, mi adicción se incrementó a niveles extremos. A partir de 1997 empecé a comprar dos o tres discos por semana. El resultado fue una descomunal colección conformada en un 90% por Metal en todas sus variantes. Los años transcurrieron a paso de liebre hasta que llegó un momento en mi vida en que el disco como objeto perdió su sentido y se transformó en una monserga ocupante de espacio. Ojo: perdió sentido el disco, no la música. No pasa un día de mi vida sin que escuche mi dosis de Metal, pero han transcurrido años sin tocar mis discos en un aparato reproductor. De pronto me di cuenta que tengo dos iPods llenos, un disco duro a reventar y los cds, que ocupaban cuatro grandes cajones, pasaban meses sin ser tocados. El último disco que compré en mi vida fue el Final Frontier de Iron Maiden en 2010 y su título sonó como epitafio. En mi caso fue la frontera final. No fue una decisión ni una manda. Los discos perdieron su sentido como objeto. Sé que para un coleccionista o un músico esto puede ser una blasfemia, pero en mi vida los discos se transformaron tan solo en ocupantes de espacio. Duele un poco decirlo. El 13 de Black Sabbath, que en otra época de mi vida lo hubiera ido a comprar el mismo día de su lanzamiento, no lo tengo físicamente y sin embargo lo he escuchado decenas de veces. Siempre escucho música nueva y cada cierto tiempo me llevo agradables sorpresas. Este año he tenido que tomar decisiones radicales. En dos etapas me he tenido que deshacer de más de la mitad de mi colección. Tan solo en esta semana que termina regalé más de 200 discos. En otra época de mi vida hubiera sido una hecatombe, un derrumbe emocional. Hoy simplemente significó desprenderme de un peso y liberar espacio. Por fortuna tengo un buen amigo que los aprecia tanto como yo. Por supuesto hay discos intocables. No me desprendería de nada de Iron Maiden, Motorhead, Judas Priest , Black Sabbath, Blind Guardian, Opeth, Therion, DIO, Slayer ni de piedras angulares de un género como el Left Hand Path de Entombed, el Slaughter of the Soul de At The Gates o el Altars of Madness de Morbid Angel, pero hay mil y un banditas de las que solo escuché dos o tres rolas antes de exiliarlas a donde habita el olvido. Hoy me quedan por herencia dos cajones vacíos y dos iPods llenos. Claro, en mi vida hay otra adicción mucho más extrema y pasional que la de los discos: Los libros. La pequeña diferencia es que para la bibliófila no hay proceso de rehabilitación posible. El libro como objeto sigue y seguirá estando lleno de sentido, pero esa es otra historia que narraré más adelante.