This place is empty, so empty, so empty with out you
El silencio, Canica y yo compartimos esta noche. Al gran solitario le falta su familia. I, m the man who walks alone. Bueno, lo era. Desde un tiempo para acá, digamos casi once años, camino acompañado, lo cual no deja de ser hermosamente extraño. A veces creo que torcí el destino, que alteré el pathos. Adicto a mi soledad y a mi silencio, me aferro a los míos. Carolina e Iker no están en casa y aunque sólo sean unas horas, son suficientes para saber que este sitio sin ellos no tiene sentido. El solitario necesita a los suyos. En esta cama somos tres y cuando esta cama te espeta con semejante desparpajo su vacío, sorprendes al obseso individualista extrañando a los suyos. Esta casa no estaba sola desde octubre. A menudo camino inmerso en mi diálogo interno por las calles de Tijuana, pero hoy me sorprende estar solo en esta casa.
Desde muy pequeño experimenté una obsesiva devoción por la soledad. Vaya, tal vez parezca extraño escuchar a un niño decir “quiero estar solo”, pero algunas veces manifesté abiertamente ese casi omnipresente deseo, para sorpresa (y acaso horror) de los demás. A la fecha la situación no es muy distinta. La vida cotidiana me condena a tener que vomitar varios miles de palabras al día, a decir y escuchar cosas que no me interesan, que me valen un reverendo carajo. Palabras, palabras y más palabras innecesarias, absurdas, prescindibles. Ridículas peroratas apestadas, solemnes letanías de lo estéril. Hablas, saludas, respondes cualquier cosa a alguna trivialidad, finges interés en algo que te da lo mismo antes de volver a tu práctica escapista. Estás pero no; en verdad yaces lejos, muy lejos. Tírame un cable a tierra, pero ese cable me estorba. Inmerso en mi diálogo interno, en mi compulsiva alucinación, en mi vicio incurable de hablar solo. Y sin embargo, soy un hombre de familia y amo a los míos.
Sí, es cierto, las más de las veces prefiero la soledad a la compañía. ¿Aburrimiento? ¿Hastío? No, jamás he sabido lo que es aburrirme solo. Puedo pasar horas y horas en soledad sin que llegue un momento en que me sienta harto. Las más de las veces mis pensamientos o un libro son la mejor compañía. Y aún así tengo algunos amigos entrañables, (pocos, poquísimos) con los que puedo pasar varias horas hablando. Ser padre de familia significa que pase lo que pase debes luchar por vivir. Durante años me consideré un suicida al estilo Harry Haller. La vocación suicida te hace ser fuertísimo pues huérfano de dioses y causas, sabes que en esta fiesta estás porque quieres y te largarás de aquí en el momento en que lo desees. Nada te obliga a quedarte más tiempo. Apenas aparezca el primer achaque o el primer sinsabor y dirás adiós o acaso resistirás, sabiendo que la hora de apagar la luz depende de ti y sólo de ti. Ser suicida te hace fuerte, inmensamente fuerte. Sin embargo, al ver los ojos de Iker tratando de enfocarme, se que pase lo que pase debo aferrarme a vivir. Por primera vez la vida tiene un sentido concreto y específico. Un sentido lindo y enquehacerador.
Fue el 7 de septiembre de 1981. Llámame loco, obseso, pero lo cierto es que recuerdo la fecha. ¿Cuándo entras a clases? El 7 de septiembre. Lo repetí todo el verano y las fechas no se me olvidan nunca. Así trabaja m mente. Entraría a segundo de primaria a un colegio donde todos, absolutamente todos, desde la directora hasta los conserjes éramos nuevos. El primer colegio trilingüe de Monterrey. El francés os hará diferentes. Primero se presentó la maestra titular, Silvia. Después la maestra de inglés, Paty, pero de una u otra forma todos queríamos saber quién nos daría francés. Después del recreo entró al salón una negrita como la de los hot cakes. “Hola, yo soy su maestra de francés”. Se llamaba Adeline y era haitiana. ¿Qué hacía una haitiana en Monterrey? No lo se. Tampoco puedo decir que todos los francoparlantes que pasaron por el Liceo Anglo Francés de Monterrey fueran unos pedagogos de La Sorbona. Cualquier aventurero galo, fuera o no profesor, conseguía chamba en mi colegio. Podría hablar de Claude, el explorador de cuevas y detractor del hombre pájaro de reportajes de Alvarado o de Jerome, pero el tema de esta noche es que la maestra Adeline fue mi primer contacto con ese infierno llamado Haití. Creo recordar que alguna vez pregunté a mi mamá sobre la existencia de las brujas (mi padrino José Manuel había documentado la existencia de una perversa bruja que convertía a sus enemigos en yucas y nopales allá por los rumbos de la Quinta González) y me dijo que había un par de sitios en el mundo donde había hechiceras de verdad: La Petaca, Nuevo León y Haití. Mi maestra Adeline era una haitiana ¿Sería una bruja?
Alguna vez, allá por 1992, fui al Museo de las Culturas Populares en la calle Mina en el Barrio Antiguo de Monterrey a ver una exposición llamada “Haití Cherie”. En aquel entonces solía ir a cualquier exposición donde regalaran vino, por malo que éste fuera. También ahí había varios haitianos exiliados en Monterrey. Brujos, sida, zombies, Duvalier, vudú, Aristide. Haití es el Infierno. Durante años tuve la certeza de que ahí había nacido el vih (como tengo la certeza de que la primera muerte de sida en México se produjo en 1983 en el Hospital General de Tijuana, el mismo donde murió, o llegó muerto, Colosio y la muerta de sida en cuestión fue una mexicoamericana y la doctora que la atendió fue Remedios Lozada a quien conozco y he entrevistado varias veces y en aquel entonces, me dice, el sida era desconocido, maldito, apocalíptico y no integrado y aislaron el cuarto y a la enferma como aislaban a los barcos contaminados de peste bubónica y de los cinco primeros casos de sida en México en 1983, tres fueron en Tijuana y…estaba hablando de Haití, no del sida) El caso es que Haití trae consigo pesadillas. Mi Tía Cristina fue por allá en los años 70 y algo me dijo de tambores vudús. Hace un año, cuando estuve interno en Campo de Mayo con los cascos azules de Argentina, conocí a varios soldados que integraron la Fuerza de Paz de la ONU en Haití. Al cabo de una semana de extenuantes esfuerzos soportando una auténtica putiza de reportero de guerra, todavía tenías que entregar un trabajo escrito sobre la situación de los periodistas en un país intervenido por los cascos azules. Por sorteo me tocó exponer la situación en Haití. Algo debo haber aluciando, porque tras una semana de locos uno no podía menos que alucinar, pero creo haber dicho algo así como que Haití está maldito por dios. Haití, escenario del mejor realismo mágico que he leído que por si no lo saben es el Reino de Este Mundo de Alejo Carpentier. Haití hoy más que nunca es el Infierno, el Infiernísimo, Mientras cedo a estos desvaríos y me entrego a este ejercicio de compulsivo desparramar de palabras al son de la libre asociación mientras escucho Therion, bebo un vinito bajacaliforniano y me hablo de tú con mi consejera La Muerte, me siento culpable por no estar en Haití, por invocar espíritus de inspiración demente mientras extraño a mi esposa y a mi hijo y leer Paul Auster y tratar de cumplir en piloto automático con tres trabajos distintos y sentir que cinco horas de sueño son oro molido, mientras allende el Caribe yace el Infierno en la Tierra. Algún vestigio de catolicismo habita en mi: Me siento culpable.
El silencio, Canica y yo compartimos esta noche. Al gran solitario le falta su familia. I, m the man who walks alone. Bueno, lo era. Desde un tiempo para acá, digamos casi once años, camino acompañado, lo cual no deja de ser hermosamente extraño. A veces creo que torcí el destino, que alteré el pathos. Adicto a mi soledad y a mi silencio, me aferro a los míos. Carolina e Iker no están en casa y aunque sólo sean unas horas, son suficientes para saber que este sitio sin ellos no tiene sentido. El solitario necesita a los suyos. En esta cama somos tres y cuando esta cama te espeta con semejante desparpajo su vacío, sorprendes al obseso individualista extrañando a los suyos. Esta casa no estaba sola desde octubre. A menudo camino inmerso en mi diálogo interno por las calles de Tijuana, pero hoy me sorprende estar solo en esta casa.
Desde muy pequeño experimenté una obsesiva devoción por la soledad. Vaya, tal vez parezca extraño escuchar a un niño decir “quiero estar solo”, pero algunas veces manifesté abiertamente ese casi omnipresente deseo, para sorpresa (y acaso horror) de los demás. A la fecha la situación no es muy distinta. La vida cotidiana me condena a tener que vomitar varios miles de palabras al día, a decir y escuchar cosas que no me interesan, que me valen un reverendo carajo. Palabras, palabras y más palabras innecesarias, absurdas, prescindibles. Ridículas peroratas apestadas, solemnes letanías de lo estéril. Hablas, saludas, respondes cualquier cosa a alguna trivialidad, finges interés en algo que te da lo mismo antes de volver a tu práctica escapista. Estás pero no; en verdad yaces lejos, muy lejos. Tírame un cable a tierra, pero ese cable me estorba. Inmerso en mi diálogo interno, en mi compulsiva alucinación, en mi vicio incurable de hablar solo. Y sin embargo, soy un hombre de familia y amo a los míos.
Sí, es cierto, las más de las veces prefiero la soledad a la compañía. ¿Aburrimiento? ¿Hastío? No, jamás he sabido lo que es aburrirme solo. Puedo pasar horas y horas en soledad sin que llegue un momento en que me sienta harto. Las más de las veces mis pensamientos o un libro son la mejor compañía. Y aún así tengo algunos amigos entrañables, (pocos, poquísimos) con los que puedo pasar varias horas hablando. Ser padre de familia significa que pase lo que pase debes luchar por vivir. Durante años me consideré un suicida al estilo Harry Haller. La vocación suicida te hace ser fuertísimo pues huérfano de dioses y causas, sabes que en esta fiesta estás porque quieres y te largarás de aquí en el momento en que lo desees. Nada te obliga a quedarte más tiempo. Apenas aparezca el primer achaque o el primer sinsabor y dirás adiós o acaso resistirás, sabiendo que la hora de apagar la luz depende de ti y sólo de ti. Ser suicida te hace fuerte, inmensamente fuerte. Sin embargo, al ver los ojos de Iker tratando de enfocarme, se que pase lo que pase debo aferrarme a vivir. Por primera vez la vida tiene un sentido concreto y específico. Un sentido lindo y enquehacerador.
Fue el 7 de septiembre de 1981. Llámame loco, obseso, pero lo cierto es que recuerdo la fecha. ¿Cuándo entras a clases? El 7 de septiembre. Lo repetí todo el verano y las fechas no se me olvidan nunca. Así trabaja m mente. Entraría a segundo de primaria a un colegio donde todos, absolutamente todos, desde la directora hasta los conserjes éramos nuevos. El primer colegio trilingüe de Monterrey. El francés os hará diferentes. Primero se presentó la maestra titular, Silvia. Después la maestra de inglés, Paty, pero de una u otra forma todos queríamos saber quién nos daría francés. Después del recreo entró al salón una negrita como la de los hot cakes. “Hola, yo soy su maestra de francés”. Se llamaba Adeline y era haitiana. ¿Qué hacía una haitiana en Monterrey? No lo se. Tampoco puedo decir que todos los francoparlantes que pasaron por el Liceo Anglo Francés de Monterrey fueran unos pedagogos de La Sorbona. Cualquier aventurero galo, fuera o no profesor, conseguía chamba en mi colegio. Podría hablar de Claude, el explorador de cuevas y detractor del hombre pájaro de reportajes de Alvarado o de Jerome, pero el tema de esta noche es que la maestra Adeline fue mi primer contacto con ese infierno llamado Haití. Creo recordar que alguna vez pregunté a mi mamá sobre la existencia de las brujas (mi padrino José Manuel había documentado la existencia de una perversa bruja que convertía a sus enemigos en yucas y nopales allá por los rumbos de la Quinta González) y me dijo que había un par de sitios en el mundo donde había hechiceras de verdad: La Petaca, Nuevo León y Haití. Mi maestra Adeline era una haitiana ¿Sería una bruja?
Alguna vez, allá por 1992, fui al Museo de las Culturas Populares en la calle Mina en el Barrio Antiguo de Monterrey a ver una exposición llamada “Haití Cherie”. En aquel entonces solía ir a cualquier exposición donde regalaran vino, por malo que éste fuera. También ahí había varios haitianos exiliados en Monterrey. Brujos, sida, zombies, Duvalier, vudú, Aristide. Haití es el Infierno. Durante años tuve la certeza de que ahí había nacido el vih (como tengo la certeza de que la primera muerte de sida en México se produjo en 1983 en el Hospital General de Tijuana, el mismo donde murió, o llegó muerto, Colosio y la muerta de sida en cuestión fue una mexicoamericana y la doctora que la atendió fue Remedios Lozada a quien conozco y he entrevistado varias veces y en aquel entonces, me dice, el sida era desconocido, maldito, apocalíptico y no integrado y aislaron el cuarto y a la enferma como aislaban a los barcos contaminados de peste bubónica y de los cinco primeros casos de sida en México en 1983, tres fueron en Tijuana y…estaba hablando de Haití, no del sida) El caso es que Haití trae consigo pesadillas. Mi Tía Cristina fue por allá en los años 70 y algo me dijo de tambores vudús. Hace un año, cuando estuve interno en Campo de Mayo con los cascos azules de Argentina, conocí a varios soldados que integraron la Fuerza de Paz de la ONU en Haití. Al cabo de una semana de extenuantes esfuerzos soportando una auténtica putiza de reportero de guerra, todavía tenías que entregar un trabajo escrito sobre la situación de los periodistas en un país intervenido por los cascos azules. Por sorteo me tocó exponer la situación en Haití. Algo debo haber aluciando, porque tras una semana de locos uno no podía menos que alucinar, pero creo haber dicho algo así como que Haití está maldito por dios. Haití, escenario del mejor realismo mágico que he leído que por si no lo saben es el Reino de Este Mundo de Alejo Carpentier. Haití hoy más que nunca es el Infierno, el Infiernísimo, Mientras cedo a estos desvaríos y me entrego a este ejercicio de compulsivo desparramar de palabras al son de la libre asociación mientras escucho Therion, bebo un vinito bajacaliforniano y me hablo de tú con mi consejera La Muerte, me siento culpable por no estar en Haití, por invocar espíritus de inspiración demente mientras extraño a mi esposa y a mi hijo y leer Paul Auster y tratar de cumplir en piloto automático con tres trabajos distintos y sentir que cinco horas de sueño son oro molido, mientras allende el Caribe yace el Infierno en la Tierra. Algún vestigio de catolicismo habita en mi: Me siento culpable.