Caín
José Saramago
Alfaguara
Por Daniel Salinas Basave
La Iglesia Católica es una excelente promotora editorial. Ninguna estrategia de mercado ni campaña de promoción impulsada por Alfaguara habría podido soñar con el éxito que las anatemas y excomuniones de los “santos prelados” trajeron a “Caín”, la nueva obra del portugués José Saramago. Antes que la novela llegara a los escaparates de las librerías, ya retumbaba en el mundo el chillar de la ofendida mojigatería universal, exigiendo potro y hogueras para el “hereje” Saramago por su obra sacrílega. Al igual que sucedió con la película “El crimen del Padre Amaro”, basada en la novela del también portugués Eca de Queirós, “Caín” aseguró el éxito antes de salir a la calle. Gracias a la condena de la santurronería, “Caín” se convirtió en un fenómeno que tenía a cientos de lectores aguardando ansiosos el día de su llegada a las librerías. Una novela que carga a cuestas la condena de la moderna inquisición, genera obvias expectativas. El estigma de sacrílego trae consigo el morbo y el morbo, bien lo sabemos, siempre ha vendido. Ahora que la apología cainita de Saramago no es nueva. Otro Premio Nobel de literatura, llamado Hermann Hesse, ya había dado una vuelta a la tuerca en el mito de Caín, un personaje al que no le faltan adoradores.
Dios, o esos humanísimos seres que escribieron el Antiguo Testamento, lo condenaron a ser maldito para siempre. Caín, el primer gran criminal de la humanidad, el que asumió el fundacional papel de malvado, el asesino primario ¡y vaya clase de asesino! Un fraticida capaz de asesinar por la espalda, un soberbio incurable lleno de celos hacia su bondadoso y humilde hermano Abel. Sí, a Caín le tocó jugar el rol de primer chivo expiatorio de las buenas conciencias y aunque en apariencia nadie lo presume como el santo de su devoción, la realidad es que Caín siempre ha seducido, o al menos seduce más que el timorato y malogrado Abel. Aún recuerdo la primera apología cainita que cayó en mis manos: fue el Demian de Herman Hesse que leí a los doce años de edad y al igual que el inocente Sinclair, quedé pasmado al saber que alguien torcía el sentido del cuento y se convertía en abogado defensor del hermano maligno. Cuando Demian le cuenta su versión de la historia de Cain y Abel a Emile Sinclair, éste no puede más que sentirse asombrado por el sentido que le da al relato bíblico.Los hijos de Abel, dice Demian, no son más que unos cobardes, con un tremendo miedo a vivir; seres débiles sometidos a los poderes dominantes como un rebaño de ovejas. Por el contrario, los hijos de Caín toman sus propias decisiones sin importarles las reglas del poder establecido. Ellos, los cainitas, son los elegidos, los que no temen a la vida ni a la muerte. Por testimonio del hessiano Demian, supe de la existencia de la secta de los cainitas, discípulos del fraticida, que poblaron la tierra con su marca. Ahora, 23 años después de Hesse, cae en mis manos otro apologista del “hermano incómodo”. De entrada, es digno de aplaudir que un Premio Nobel de 87 años de edad sea capaz de desatar semejantes golpes de pecho y amenazas inquisitoriales. Vaya, cuando un autor llega a cierta edad y ha conquistado toda la gloria literaria, irremediablemente se relaja, se vuelve políticamente correcto y odiosamente predecible. Las obras irrepetibles se transforman en conferencias, doctorados honoris causa y pronunciamientos redundantes a favor de la paz mundial. No es por fortuna el caso de Saramago al que la vejez y la gloria no le han mojado la pólvora literaria. Después de sorprender al mundo con su sui géneris novela “El elefante”, el portugués y su vocación iconoclasta vuelven a subir al ring del escándalo con su obra más polémica desde el ya célebre Evangelio según Jesucristo. Apóstata confeso y deicida hormonal, Saramago vuelve a practicar el sano deporte de provocar mojigatos al referirse a dios (así, con minúsculas) como el autor intelectual del asesinato de Abel, toda vez que despreció el sacrificio que Caín devotamente le había ofrecido. Pero más allá del mito del primero de muchos asesinatos bíblicos, la novela de Saramago propone toda una relectura del Génesis, desde Adán y Eva, hasta Sodoma y Gomorrra pasando por el mito de la diablesa Lilith, primera mujer de Adán. Más allá del personaje bíblico, el Caín de Saramago es un ente que bien podría representar la imperfección de la humanidad. Caín es el hombre moderno, huérfano de deidades, que contempla con pasmo e incredulidad los horrores del Antiguo Testamento ordenados por el capricho de un dios tirano y soberbio. Caín es el hombre, desnudo, condenado e indefenso frente al cruel Jehová, el dios capaz de enviar ángeles exterminadores e incendiar ciudades a placer. Sí, Caín es ante todo un símbolo, acaso un grito de rebelión del hombre contra su tiránico dios. Por lo que al estilo respecta, estamos ante un Saramago puro. Si usted ya ha leído al portugués, entonces encontrará las mismas comas que a tantos sacan de quicio, los aparentemente caóticos párrafos saramaguianos y sus obsesivas minúsculas adornando esa suerte de sutil ironía que jamás lo abandona. Una fluidez discursiva que en su aparente naturalidad puede llegar a resultar atropellada. Saramago, lo sabemos, escribe bajo sus propias reglas y para leerlo se requiere someterse a su propio manual de estilo. Una vez que se ha hecho “clic” con el portugués, su lectura será hedonismo puro. Tal vez junto con la aparición de los inesperados papeles de Cortázar, “Caín” fue el gran suceso editorial del 2009. Un delicioso sacrilegio para cerrar el año.
La Iglesia Católica es una excelente promotora editorial. Ninguna estrategia de mercado ni campaña de promoción impulsada por Alfaguara habría podido soñar con el éxito que las anatemas y excomuniones de los “santos prelados” trajeron a “Caín”, la nueva obra del portugués José Saramago. Antes que la novela llegara a los escaparates de las librerías, ya retumbaba en el mundo el chillar de la ofendida mojigatería universal, exigiendo potro y hogueras para el “hereje” Saramago por su obra sacrílega. Al igual que sucedió con la película “El crimen del Padre Amaro”, basada en la novela del también portugués Eca de Queirós, “Caín” aseguró el éxito antes de salir a la calle. Gracias a la condena de la santurronería, “Caín” se convirtió en un fenómeno que tenía a cientos de lectores aguardando ansiosos el día de su llegada a las librerías. Una novela que carga a cuestas la condena de la moderna inquisición, genera obvias expectativas. El estigma de sacrílego trae consigo el morbo y el morbo, bien lo sabemos, siempre ha vendido. Ahora que la apología cainita de Saramago no es nueva. Otro Premio Nobel de literatura, llamado Hermann Hesse, ya había dado una vuelta a la tuerca en el mito de Caín, un personaje al que no le faltan adoradores.
Dios, o esos humanísimos seres que escribieron el Antiguo Testamento, lo condenaron a ser maldito para siempre. Caín, el primer gran criminal de la humanidad, el que asumió el fundacional papel de malvado, el asesino primario ¡y vaya clase de asesino! Un fraticida capaz de asesinar por la espalda, un soberbio incurable lleno de celos hacia su bondadoso y humilde hermano Abel. Sí, a Caín le tocó jugar el rol de primer chivo expiatorio de las buenas conciencias y aunque en apariencia nadie lo presume como el santo de su devoción, la realidad es que Caín siempre ha seducido, o al menos seduce más que el timorato y malogrado Abel. Aún recuerdo la primera apología cainita que cayó en mis manos: fue el Demian de Herman Hesse que leí a los doce años de edad y al igual que el inocente Sinclair, quedé pasmado al saber que alguien torcía el sentido del cuento y se convertía en abogado defensor del hermano maligno. Cuando Demian le cuenta su versión de la historia de Cain y Abel a Emile Sinclair, éste no puede más que sentirse asombrado por el sentido que le da al relato bíblico.Los hijos de Abel, dice Demian, no son más que unos cobardes, con un tremendo miedo a vivir; seres débiles sometidos a los poderes dominantes como un rebaño de ovejas. Por el contrario, los hijos de Caín toman sus propias decisiones sin importarles las reglas del poder establecido. Ellos, los cainitas, son los elegidos, los que no temen a la vida ni a la muerte. Por testimonio del hessiano Demian, supe de la existencia de la secta de los cainitas, discípulos del fraticida, que poblaron la tierra con su marca. Ahora, 23 años después de Hesse, cae en mis manos otro apologista del “hermano incómodo”. De entrada, es digno de aplaudir que un Premio Nobel de 87 años de edad sea capaz de desatar semejantes golpes de pecho y amenazas inquisitoriales. Vaya, cuando un autor llega a cierta edad y ha conquistado toda la gloria literaria, irremediablemente se relaja, se vuelve políticamente correcto y odiosamente predecible. Las obras irrepetibles se transforman en conferencias, doctorados honoris causa y pronunciamientos redundantes a favor de la paz mundial. No es por fortuna el caso de Saramago al que la vejez y la gloria no le han mojado la pólvora literaria. Después de sorprender al mundo con su sui géneris novela “El elefante”, el portugués y su vocación iconoclasta vuelven a subir al ring del escándalo con su obra más polémica desde el ya célebre Evangelio según Jesucristo. Apóstata confeso y deicida hormonal, Saramago vuelve a practicar el sano deporte de provocar mojigatos al referirse a dios (así, con minúsculas) como el autor intelectual del asesinato de Abel, toda vez que despreció el sacrificio que Caín devotamente le había ofrecido. Pero más allá del mito del primero de muchos asesinatos bíblicos, la novela de Saramago propone toda una relectura del Génesis, desde Adán y Eva, hasta Sodoma y Gomorrra pasando por el mito de la diablesa Lilith, primera mujer de Adán. Más allá del personaje bíblico, el Caín de Saramago es un ente que bien podría representar la imperfección de la humanidad. Caín es el hombre moderno, huérfano de deidades, que contempla con pasmo e incredulidad los horrores del Antiguo Testamento ordenados por el capricho de un dios tirano y soberbio. Caín es el hombre, desnudo, condenado e indefenso frente al cruel Jehová, el dios capaz de enviar ángeles exterminadores e incendiar ciudades a placer. Sí, Caín es ante todo un símbolo, acaso un grito de rebelión del hombre contra su tiránico dios. Por lo que al estilo respecta, estamos ante un Saramago puro. Si usted ya ha leído al portugués, entonces encontrará las mismas comas que a tantos sacan de quicio, los aparentemente caóticos párrafos saramaguianos y sus obsesivas minúsculas adornando esa suerte de sutil ironía que jamás lo abandona. Una fluidez discursiva que en su aparente naturalidad puede llegar a resultar atropellada. Saramago, lo sabemos, escribe bajo sus propias reglas y para leerlo se requiere someterse a su propio manual de estilo. Una vez que se ha hecho “clic” con el portugués, su lectura será hedonismo puro. Tal vez junto con la aparición de los inesperados papeles de Cortázar, “Caín” fue el gran suceso editorial del 2009. Un delicioso sacrilegio para cerrar el año.