De cerros, océanos y atardeceres
Diría que ayer reaparecieron, pero los delfines siempre han estado ahí. Sucede simplemente que yo no había sido tan observador. Basta con fijar la vista en el horizonte y buscar el destello de algún movimiento a contraluz para descubrir las aletas y las colas, la curvatura del movimiento cetáceo y la formación militar de la tropa. Los delfines jamás nadan solos y tampoco lo hacen en desorden. Si es tu día de suerte, puedes verlos saltar de cuerpo completo. Aún recuerdo cuando uno saltó a menos de diez metros de mí y dio en el aire una maroma que hubiesen envidiado sus primos cautivos en el Sea World. En realidad, es sólo cuestión de poner un poco de atención para verlos aparecer, pero en mis últimas incursiones a la playa me había conformado con los clavados suicidas de los pelícanos. Cuando los delfines se asoman a Tijuana me inunda algo parecido a la paz. Me gusta imaginar que son nuestros guardianes silenciosos, los centinelas perpetuos en los que nadie piensa, esos observadores privilegiados que desde su palco del honor del Pacífico observan a nuestra ciudad enloquecer y arrojarse al abismo. La visión chilanga de la geografía de México, la de los cartógrafos que juran que fuera del DF todo es Cuautitlán, juraría que nuestro mar yace castigado por la furia de Jimena. Después de todo, vivo en la Península de Baja California ¿Qué no está ahí a ladito de Los Cabos? Eso preguntarían los cultísimos chilangos, tan doctos en sus Cuernavacas y Acapulcos, pero tan ignorantes de la geografía norteña. Ellos creen que ir a La Paz o Loreto desde Tijuana es como ir a Rosarito o Ensenada. Si supieran que ayer a las 18:00, en el extremo Norte de esta península y de la patria entera, el Sol me tatemaba sin clemencia. Basta ver mis brazos y mi cuello rojos (sí, soy un redneck) para descubrir que Jimena no ha venido a visitarnos en este rincón tan olvidado de Dios y tan consentido por el Diablo. Por cierto, el nombre Jimena siempre me ha gustado. Nunca he tenido una amiga o novia que se llame así, pero casi todas las Jimenas que he conocido suelen ser bonitas, empezando por la dama del Cid Campeador, aunque esa nació algunos años antes que yo.
Supersticioso y afecto como soy a ciertos rituales, busco siempre lugares idóneos para contemplar atardeceres. En Monterrey viví casi siempre cerca de los cerros y a los cerros subía buscando no se qué. En Loma Larga o en Colinas de San Jerónimo, siempre hubo frente a mí una montaña para trepar, aunque sus faldas poco a poco se fueron llenando de casas. Desde el cerro podías contemplar prototípicas postales regias y puestas del Sol tan bellas en el Cerro de las Mitras, que hasta llegué a creerme enamorado de mi ciudad natal. Desde lo alto del cerro Loma Larga contemplabas de un lado a Monterrey, con su Obispado en eterno acecho y su Río Santa Catarina como supurante cicatriz, pero girabas la cabeza unos cuantos centímetros para mirar del otro lado la petulancia de San Pedro y sus palacetes tecnócratas infectando como un chancro las faldas de la Sierra Madre. Hace más de 20 años que no subo al Cerro Loma Larga y sospecho que ya no existe más. La voracidad inmobiliaria o la fiebre invasora debe haberlo consumido. Con el Cerro de las Mitras mi relación es un poco más reciente. De hecho la casa de mis padres está en sus mismísimas faldas y desde la terraza puedes recitar el Sol de Monterrey de Alfonso Reyes mientras te embriagas con la más perfecta postal de ese reino de codicia llamado regiolandia. Tal vez sólo debo agregar que mis padres, por fortuna, contemplan ahora atardeceres más bellos y mira que las montañas regias son hermosas, pero sospecho que nada se compara a un Sol derritiéndose en el transparente Caribe.
En Groton Massachussets solía ir siempre a un claro de bosque para esperar el atardecer. No recuerdo una puesta de Sol especialmente impresionante, pero mi ritual consistía en aguardar la puntual llegada de una pareja de venados que acudían a cenar al pastizal. Un claro de bosque perfecto para la aparición de un gnomo o la celebración de un ritual pagano. En el rancho de los Linder en Fort Collins, Colorado, los invitados a cenar no eran una solitaria y monogámica pareja de venados, sino toda una manada. Unos 25 o 30 ciervos que bajaban de la montaña y se daban un festín justo frente a la casa de Roland y Helen. A veces olvido que a mis 15 años de edad viví dentro una postal que envidiaría el vaquero del mundo Marlboro.
Debo ir más seguido a caminar a la playa. Al igual que mis incursiones en las librerías, la contemplación del mar pone en orden mis ideas y sosiega a mis siempre insurrectos demonios. Sí, lo mío es terapia de delfines.
Promociones editoriales Bolaño
Me siento en un peñasco frente al Pacífico y comienzo la lectura de una novela chilena tan light como un vino blanco californiano de cosecha reciente. No todo es densidad y azotaje. Cierto, el librajo no tiene cara de Dostoievski, pero tampoco creo que sea chatarra total. Se llama “La razón de los amantes” y lo escribe un chileno llamado Pablo Simonetti. Por supuesto, en el apartado de elogios promocionales y estrategias de mercado, Simonetti presume una porrita de Roberto Bolaño: “La primera vez que leí un cuento suyo lo hice por curiosidad y no pude dejarlo hasta el final. El suspenso te engancha desde el principio en sus relatos. Hace tiempo que no leía cuentos tan bien narrados por un escritor chileno”. Tal parece que las frases de Bolaño se cotizan muy bien en el mercado editorial. En “El viajero del Siglo”, del argentino Andrés Neuman, lo primero que lees en la contraportada es esta frase: “Tocado por la gracia. La literatura del Siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre”. ¿Quién creen que lo escribe? Sí, acertaste, Roberto Bolaño. El problema es que tanto “La razón de los amantes”, como “El viajero del Siglo”, fueron escritos cinco años después de la muerte de Bolaño en 2003. No digo que la porra sea falsa, pues es obvio que se refería a trabajos anteriores de estos narradores, pero es evidente que cada frase pronunciada por este chileno sobrevalorado y convertido de la noche a la mañana en escritor de culto, es oro puro para cualquier narrador en vías de desarrollo.
Respecto a “La razón de los amantes”, sólo puedo decir que pinta como un libro ideal para llevar a la playa. Hay libros de buró, libros para el patio, libros para el trabajo y sus eternas salitas de espera y libros para la playa. Sobre “El viajero del Siglo”, lo único que puedo afirmar es que es de esos libros que pudo haber dicho lo mismo con menos de la mitad de páginas. Desde “El vuelo de la Reina” de Tomás Eloy que un premio Alfaguara no logra volarme la cabeza. Este libro de Neuman será de los que reseñaré en el programa de mi colega Roxana en Síntesis. El más reciente fue Las grandes traiciones de México de Pancho Martín Moreno.
Diría que ayer reaparecieron, pero los delfines siempre han estado ahí. Sucede simplemente que yo no había sido tan observador. Basta con fijar la vista en el horizonte y buscar el destello de algún movimiento a contraluz para descubrir las aletas y las colas, la curvatura del movimiento cetáceo y la formación militar de la tropa. Los delfines jamás nadan solos y tampoco lo hacen en desorden. Si es tu día de suerte, puedes verlos saltar de cuerpo completo. Aún recuerdo cuando uno saltó a menos de diez metros de mí y dio en el aire una maroma que hubiesen envidiado sus primos cautivos en el Sea World. En realidad, es sólo cuestión de poner un poco de atención para verlos aparecer, pero en mis últimas incursiones a la playa me había conformado con los clavados suicidas de los pelícanos. Cuando los delfines se asoman a Tijuana me inunda algo parecido a la paz. Me gusta imaginar que son nuestros guardianes silenciosos, los centinelas perpetuos en los que nadie piensa, esos observadores privilegiados que desde su palco del honor del Pacífico observan a nuestra ciudad enloquecer y arrojarse al abismo. La visión chilanga de la geografía de México, la de los cartógrafos que juran que fuera del DF todo es Cuautitlán, juraría que nuestro mar yace castigado por la furia de Jimena. Después de todo, vivo en la Península de Baja California ¿Qué no está ahí a ladito de Los Cabos? Eso preguntarían los cultísimos chilangos, tan doctos en sus Cuernavacas y Acapulcos, pero tan ignorantes de la geografía norteña. Ellos creen que ir a La Paz o Loreto desde Tijuana es como ir a Rosarito o Ensenada. Si supieran que ayer a las 18:00, en el extremo Norte de esta península y de la patria entera, el Sol me tatemaba sin clemencia. Basta ver mis brazos y mi cuello rojos (sí, soy un redneck) para descubrir que Jimena no ha venido a visitarnos en este rincón tan olvidado de Dios y tan consentido por el Diablo. Por cierto, el nombre Jimena siempre me ha gustado. Nunca he tenido una amiga o novia que se llame así, pero casi todas las Jimenas que he conocido suelen ser bonitas, empezando por la dama del Cid Campeador, aunque esa nació algunos años antes que yo.
Supersticioso y afecto como soy a ciertos rituales, busco siempre lugares idóneos para contemplar atardeceres. En Monterrey viví casi siempre cerca de los cerros y a los cerros subía buscando no se qué. En Loma Larga o en Colinas de San Jerónimo, siempre hubo frente a mí una montaña para trepar, aunque sus faldas poco a poco se fueron llenando de casas. Desde el cerro podías contemplar prototípicas postales regias y puestas del Sol tan bellas en el Cerro de las Mitras, que hasta llegué a creerme enamorado de mi ciudad natal. Desde lo alto del cerro Loma Larga contemplabas de un lado a Monterrey, con su Obispado en eterno acecho y su Río Santa Catarina como supurante cicatriz, pero girabas la cabeza unos cuantos centímetros para mirar del otro lado la petulancia de San Pedro y sus palacetes tecnócratas infectando como un chancro las faldas de la Sierra Madre. Hace más de 20 años que no subo al Cerro Loma Larga y sospecho que ya no existe más. La voracidad inmobiliaria o la fiebre invasora debe haberlo consumido. Con el Cerro de las Mitras mi relación es un poco más reciente. De hecho la casa de mis padres está en sus mismísimas faldas y desde la terraza puedes recitar el Sol de Monterrey de Alfonso Reyes mientras te embriagas con la más perfecta postal de ese reino de codicia llamado regiolandia. Tal vez sólo debo agregar que mis padres, por fortuna, contemplan ahora atardeceres más bellos y mira que las montañas regias son hermosas, pero sospecho que nada se compara a un Sol derritiéndose en el transparente Caribe.
En Groton Massachussets solía ir siempre a un claro de bosque para esperar el atardecer. No recuerdo una puesta de Sol especialmente impresionante, pero mi ritual consistía en aguardar la puntual llegada de una pareja de venados que acudían a cenar al pastizal. Un claro de bosque perfecto para la aparición de un gnomo o la celebración de un ritual pagano. En el rancho de los Linder en Fort Collins, Colorado, los invitados a cenar no eran una solitaria y monogámica pareja de venados, sino toda una manada. Unos 25 o 30 ciervos que bajaban de la montaña y se daban un festín justo frente a la casa de Roland y Helen. A veces olvido que a mis 15 años de edad viví dentro una postal que envidiaría el vaquero del mundo Marlboro.
Debo ir más seguido a caminar a la playa. Al igual que mis incursiones en las librerías, la contemplación del mar pone en orden mis ideas y sosiega a mis siempre insurrectos demonios. Sí, lo mío es terapia de delfines.
Promociones editoriales Bolaño
Me siento en un peñasco frente al Pacífico y comienzo la lectura de una novela chilena tan light como un vino blanco californiano de cosecha reciente. No todo es densidad y azotaje. Cierto, el librajo no tiene cara de Dostoievski, pero tampoco creo que sea chatarra total. Se llama “La razón de los amantes” y lo escribe un chileno llamado Pablo Simonetti. Por supuesto, en el apartado de elogios promocionales y estrategias de mercado, Simonetti presume una porrita de Roberto Bolaño: “La primera vez que leí un cuento suyo lo hice por curiosidad y no pude dejarlo hasta el final. El suspenso te engancha desde el principio en sus relatos. Hace tiempo que no leía cuentos tan bien narrados por un escritor chileno”. Tal parece que las frases de Bolaño se cotizan muy bien en el mercado editorial. En “El viajero del Siglo”, del argentino Andrés Neuman, lo primero que lees en la contraportada es esta frase: “Tocado por la gracia. La literatura del Siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre”. ¿Quién creen que lo escribe? Sí, acertaste, Roberto Bolaño. El problema es que tanto “La razón de los amantes”, como “El viajero del Siglo”, fueron escritos cinco años después de la muerte de Bolaño en 2003. No digo que la porra sea falsa, pues es obvio que se refería a trabajos anteriores de estos narradores, pero es evidente que cada frase pronunciada por este chileno sobrevalorado y convertido de la noche a la mañana en escritor de culto, es oro puro para cualquier narrador en vías de desarrollo.
Respecto a “La razón de los amantes”, sólo puedo decir que pinta como un libro ideal para llevar a la playa. Hay libros de buró, libros para el patio, libros para el trabajo y sus eternas salitas de espera y libros para la playa. Sobre “El viajero del Siglo”, lo único que puedo afirmar es que es de esos libros que pudo haber dicho lo mismo con menos de la mitad de páginas. Desde “El vuelo de la Reina” de Tomás Eloy que un premio Alfaguara no logra volarme la cabeza. Este libro de Neuman será de los que reseñaré en el programa de mi colega Roxana en Síntesis. El más reciente fue Las grandes traiciones de México de Pancho Martín Moreno.