Eterno Retorno

Friday, August 28, 2009

En www.recolectivo.com el tema de la semana es "quisiera ser un vagabundo". Pensé en elaborar una galería de pordioseros tijuanenses, pero recordé lo mucho de paria y vagabundo que hubo en mi adolescencia y temprana juventud cada que viajaba.

Trotamundismos pordioseros

El mochilerismo pordioseril fue todo un estilo de vida en mi adolescencia y temprana juventud. Muchas veces en mi existencia estuve a cientos o a miles de kilómetros de casa con unas cuantas monedas en la bolsa o bien, con la bolsa literal y absolutamente vacía, sin lo mínimo indispensable para comprar un pan o una tortilla. Desde muy pequeño tuve claro que deseaba recorrer mundo, pero también caí en la cuenta que para salir de casa se requería dinero. Fue este último detalle el que decidí pasar por alto. Para viajar lo único que se requería era reunir el mínimo indispensable para trasladar mis huesos e ilusiones a un lugar remoto. La estancia y el retorno eran nimiedades, asuntos secundarios que no me quitaban el sueño.

El primar gran mochilazo de mi vida, es decir el primer gran viaje que realicé sin la compañía de algún familiar, se dio en el verano de 1988 cuando acompañado de mi amigo Jordi Ferrer emprendimos una travesía desde Monterrey a Chiapas. Teníamos ambos 14 años de edad. Paradójicamente, ese primer viaje fue uno de los más holgados de mi juventud. Recién expulsado por mala conducta del Liceo Anglo Francés de Monterrey en segundo de secundaria, me di a la tarea de ponerme a trabajar. Fue en ese año la única ocasión en toda mi existencia en que he trabajado con mi padre, que en aquel entonces tenía un negocio de telefonía. Trabajé unos tres meses y junté la cantidad de 350 mil viejos pesos, una fortuna en aquel entonces. Viajamos de Monterrey a México y de México a Tuxtla Gutiérrez a bordo de un pollerísimo camión Cristóbal Colón sin baño ni asientos reclinables. Por aquel entonces se acababa de consumar el fraude de mi tío Carlitos Salinas de Gortari contra Cuatemochas Cárdenas y los cardenistas tenían tomadas las carreteras de Guerrero y Oaxaca, por lo que el camión se tuvo que ir por Veracruz y Tabasco y entrar a Chiapas por la sierra. Una travesía de 25 horas. El dinero me rindió más de un mes e incluso me quedaba algo en la bolsa cuando volvimos. Esa circunstancia no volvió a repetirse en ningún viaje futuro, pues la regla, sin excepción, fue retornar a casa sin un peso en la bolsa.

A los 15 o 16 años empecé a pasearme subiéndome al camión con lo que trajera en la bolsa. El non plus ultra de mis viajes parias fueron a la pachequil costa oaxaqueña. En el verano de 1991 me escapé a Puerto Escondido y Zipolite con menos de 200 mil viejos pesos. Primero pagué una hamaca y cuando el dinero se me acabó, simplemente me dormía en la arena. Por fortuna siempre salía lo necesario para acudir a un estanquillo a rellenar una botella con mezcal de garrafa que nos vertían con un cucharón sopero. Dos años después, en 1993, volví a Puerto Escondido y alcancé los extremos del pordioserismo y la mendicidad. Ese verano ha sido la ocasión en que más cerca he estado de morir en mi vida, pues estuve a punto de ahogarme en Zicatela. Dos días después, alguien se metió a nuestra tienda de campaña levantada en plena playa y robó mi cartera. Por primera vez en mi vida estaba con la cantidad de cero pesos a más de 2 mil kilómetros de casa. Mi amigo Rudy Cruz apenas tenía lo necesario para su camión. Aunque siempre viajé con lo mínimo indispensable, jamás me había visto, ni me he vuelto a ver en la necesidad de pedir dinero en la calle como un vil mendigo. El boleto al DF en el camión más barato costaba algo así como 150 pesos y de pesito en pesito los reuní, por supuesto sin comer en el inter del taloneo, pues cada centavo era destinado al retorno. Llegando a la capital un tío me patrocinó la vuelta a Monterrey en avión.

Tengo un rosario de anécdotas sobre viajes low budget en los que medio comía una vez al día. Recuerdo cuando abordé un camión a Tampico con 27 pesos en la bolsa o cuando llegamos sin un quinto a Real de Catorce pidiendo aventón en la carretera. Alguna vez le pedí posada a unos padrecitos en Creel Chihuahua. Así, como no queriendo mucho la cosa, recorrí casi todo México en mi juventud (solamente me faltan tres estados de la República por visitar)

Fue hasta 1996 que subí a Primera División. Se ampliaron mis horizontes geográficos, pero no mis finanzas. El 13 de septiembre de 1996 crucé la frontera de Buffalo NY a St. Catherines Ontario a bordo de un Greyhound que había salido desde Rochester. Cuando entré en territorio canadiense traía exactamente 60 dólares en la bolsa. En Toronto dormí dos noches entre las columnas de la Corte de Justicia antes de descubrir un albergue gratuito del YMCA. Por diversos motivos ese viaje de paria a tierras canadienses lo recuerdo con particular cariño.

Ese mismo año, un mes después de Canadá, realicé el primero de cuatro cruces al Atlántico. Vivía y trabajaba yo en aquel entonces en un pequeño poblado de Massachussets llamado Groton en casa de la familia Davy, quienes me dieron empleo en su guardería. Empezaron entonces las ofertas de otoño en las aerolíneas y con sorpresa descubrí que viajar por Icelandair de Boston a Londres con escala en Reykjavik costaba únicamente 279 dólares. Cuando el avión dejó atrás suelo americano, traía en mi bolsa exactamente 600 dólares. Ni un pinche centavo más. Con 600 dólares recorrí siete países a lo largo de 40 días dándome un sin fin de mañas para hacer rendir cada dolarito. Mi pequeña mochila yacía repleta de barras de granola que fueron mi alimento base. En Inglaterra, donde la comida es carísima y mala, mi alimento se reducía a tres barritas de granola diarias. Llevaba únicamente un jeans, (el que traía puesto) y mis botas Doctor Marteens, pues mi mochila era casi escolar y apenas le cabía ropa. Obvia decir que jamás pisé un restaurante. Sentado en las bancas de los parques comía molotes de pan y queso mojados en vinos de tres francos. Mi primera noche en Londres la pasé dormido en el parque que está frente a Bukinham Palace. Sería el primero de tres parques cuyo mullido pasto me sirvió de cama. En Francia me las arreglé para no pagar una sola noche del hostel a donde entraba de contrabando por la noche. También conseguí un eurailpass ajeno que me dejó como herencia un brasileño que tuvo que retornar a su tierra por una emergencia. Con mi eurailpass heredado crucé Bélgica y Holanda y el día que el boletito se vencía, lo maximicé en una travesía de Ámsterdam a Madrid. Después fui aprendiendo el sutil arte de treparme a los trenes sin pagar. Los últimos tres días de esa travesía los pasé en Reykjavik Islandia, en un hostel atendido por un hondureño en donde yo era el único huésped. ¿Complicidad latinoamericana en el ártico? El caso es que no pagué ni una de las tres noches. Mis últimos 20 dólares se fueron en pagar el camión de la ciudad de Reykjavik al aeropuerto. Con centavitos morralleros que yacían en las bolsas de mi chamarra pagué el tren de Boston a Groton. La travesía pordiosera estaba consumada.

Ese fue el último de mis viajes parias y no porque me haya aburguesado o haya perdido mi capacidad de dormir a la intemperie, sino porque ese fue también mi último viaje solitario. El resto de las travesías las he realizado con mi esposa y tengo la ligera sospecha de que no le atrae mucho la idea de dormir en la banca de un parque. En 1999 viajé por primera vez con una tarjeta en mi cartera, un símbolo de aburguesamiento inconcebible en mi adolescencia. Me cuesta trabajo creer que un par de noches en un hotel de Shanghai el pasado mes de abril costaron más que 40 días en Europa (aclaro que fue un viaje de trabajo en donde no gasté un centavo de mi bolsa) Aún así, conservo cierto espíritu pordiosero cada que salgo de casa y aunque soy todo un adulto, soy fiel al ritual de viajar con mochila, nunca con maleta. Viajar siempre ligero de equipaje (entre menos pertenencias tienes menos esclavo eres) jamás tomar un tour turístico, buscar fundirme con los locales y no con los turistas. Explorar, caminar hasta el hartazgo e ir al futbol al lugar donde fuere. Ser un viajero, no un turista y jamás olvidar que muchos de los más felices días de mi existencia los viví comiendo pan duro y vino barato en la banca de una plaza.



Aquí una reseña de la exposición de mi compa el Chano para La Guía.


Inaugura Cipriano Carrazco exposición temática sobre la Casa de la Altamira

EXPLORA LAS PROFUNDIDADES DE LA CASA DE LA CULTURA

Por Daniel Salinas Basave

“Entre esas seis columnas de arte dórico estilo neoclásico fluye una energía especial, algo indescriptible que no se puede sentir en alguna otra edificación de Tijuana”, afirma Cipriano Carrazco, el artista que este viernes festejará los 80 años de la Casa de la Cultura con una exposición temática de 25 cuadros en acuarela, pastel y gis seco.
La vieja casona de la colonia Altamira ha sido una fuente inagotable de inspiración para Carrazco, quien en su infancia alcanzó a ser inscrito como alumno de la célebre escuela Álvaro Obregón en 1975, dos años antes de que se transformara en lo que es hoy en día: la Casa de la Cultura de Tijuana.
La escuela Álvaro Obregón se empezó a construir en 1929, apenas un año después del asesinato del “Manco de Celaya” en la Bombilla y fue inaugurada en 1930.
Fueron muchas las generaciones de tijuanenses que se educaron en sus aulas y contemplaron desde la escarpada colina de la Altamira, la transformación de un pueblo en ciudad.
A Cipriano Carrazco le tocó vivir el último año de la antigua escuela y su metamorfosis en recinto cultural a partir de 1977.
“A mí me alcanzaron a inscribir en la Escuela Álvaro Obregón en la primaria, eran los tiempos de la gran devaluación, cuando se fue Echeverría y entró López Portillo, me acuerdo que desde niño esa casa me impresionaba, me imponía”, recuerda Carrazco.
La serie de 25 cuadros que nos presenta el artista, es el resultado de más de 200 fotografías tomadas desde los más improbables ángulos, una profunda exploración por los rincones de ese edificio que casi nadie conoce a cabalidad.
“Hay un lugar muy especial que casi nadie conoce que se llama el paso del gato que está justo arriba del teatro, también unas escaleras antiguas por donde se llega al techo, hay muchos lugares de la casa que la gente no conoce”, comentó Cipriano.
Los techos, las terrazas, la vieja escalera en desuso, los desvanes, los cuartos de intendencia, formaron parte de la ruta de exploración de Carrazco que entró en una suerte de comunión con un edificio que cobra vida propia en su obra.
El artista se sumergió en las profundidades de la casa en donde convivió con sus fantasmas y a la vez la retrató desde la lejanía, colocado debajo de la colina en la calle Cuarta.
Carrazco ha estado inmerso en este trabajo desde el mes de febrero y durante este periodo su vida no estuvo exenta de sobresaltos, pues su padre tuvo que ser internado de urgencia en el hospital junto cuando el pintor se encontraba en el punto culminante de su trabajo; por fortuna su padre sobrevivió y Cipriano ha concluido ya sus 25 cuadros.
Tijuana es la musa por excelencia de Carrazco, cuya obra es un homenaje a las casas y calles de la ciudad que lo vio nacer, pues antes de retratar la Casa de la Cultura, el pintor ya había creado una serie temática sobre la colonia Cacho y una más sobre la Casa de la Nueve.
Melómano enamorado de los Kinks, Cipriano es un “doctor” en rock los 60, materia sobre la que da cátedra cada tarde en la Ciruela Eléctrica, templo rockero de la calle Sexta que atiende desde hace más de una década.
“En la Casa de la Cultura yace la historia de Tijuana, cuando este edificio fue construido en 1929 Tijuana era un pequeño asentamiento de apenas 40 años y mira lo que es ahora, este edificio somos todos nosotros, ahí estamos retratados los tijuanenses”, afirma el pintor que este viernes a las 20:00 estará inaugurando la exposición más significativa de su vida.