Regreso a clases
Imagino un concierto de cien mil despertadores sonando al mismo tiempo entre las 6:00 y las 6:15 de la mañana. Imagino a un millón de niños soñolientos sintiendo el chorro de agua en sus caritas, abrochándose los botones del uniforme, desayunando de prisas, subiendo al carro de un papá apurado. Imagino (y de hecho escucho) el concierto de 500 mil motores encendiéndose al mismo tiempo al girar de la llave. La humanidad en armonía perfecta danzando al son que le toca el Eterno Retorno. Carros como langostas emergiendo en hordas hambrientas, listos para poseer las avenidas; avenidas minadas, repletas de máquinas y hombres de chalecos anaranjados. Hay que sufrir los beneficios del progreso en Ciudad-white topping.
La carretera escénica, al igual que el primer café de la mañana, es terapéutica, sobre todo cuando se le combina con el heavy metal adecuado. El golpe seco de realidad lo recibes un kilómetro después de haber pasado la caseta de Capufe, justo en ese esotérico cruce de caminos que te arroja hacia ese río de lava humana proveniente de Playas de Tijuana. Cacofonía de claxon en caos mayor. De tripas corazón. A mi alrededor, todo son padres de familia que miran compulsivamente sus relojes y niños en uniforme con la angustia del primer día reflejada en los rostros. Hoy soy actor indirecto de este ritual. Sí, estoy inmerso en el caos, pero no soy un padre de familia que lleva a su pequeñito al primer día de clases. Soy un hombre solitario que se dirige a su trabajo escuchando metal a todo volumen mientras su mente e ideas yacen en ebullición. De pronto, tengo una suerte de divina revelación y caigo en la cuenta, con tremenda claridad, que dentro de unos cuatro años debutaré como actor de esta gran obra llamada primer día de clases. Por ahora he enfocado todas mis energías a pensar en el Conejito Iker Santiago como un bebé al que habrá que cantarle canciones de cuna, pero el tiempo corre veloz y en un abrir y cerrar de ojos él también tendrá su primer día de clases. ¿Realmente hay un niño que se emocione con su primer día de clases? ¿De verdad hay quien pueda sentir felicidad de retornar al salón? A mí de niño este día me repateaba y ahora de adulto…también. ¿Le gustará su primer día de clases a Iker Santiago? ¿Tendremos corazón para dejarlo ahí? ¿Quién llorará más ese día?
El nombre
La gente me pregunta por el nombre de nuestro hijo y me queda claro que la respuesta les sorprende un poco ¿Ik..qué??? ¿Santiago? ¿Y por qué ese nombre? ¿Hay alguien que se llame así en tu familia? No y precisamente por eso. Son muchos los que me han dicho: Vas a tener un Danielito. La verdad es que eso de ponerle mi nombre a un hijo no va conmigo. Siempre me ha resultado una reminiscencia de afanes patriarcales lo de forzar al hijo a llamarse como uno. Y no, no es que no me guste mi nombre. Simplemente me da lo mismo y me he acostumbrado a él, aunque nunca dejará de parecerme una gran ironía su significado: Dios es mi juez. El nombre perfecto para un ateo apóstata como yo. En mi propio nombre está el recuerdo permanente del gran juez a quien me empeño en negar. Tengo nombre bíblico, nombre judío, pero me llamara como me llamara, no repetiría mi nombre en un hijo.
El factor Dios
El factor Dios sigue dando vueltas en mi cabeza a la hora de pensar en nuestro hijo. Aunque en mi espíritu Dios sigue estando tan muerto como ayer y cada vez me convenzo más de su inexistencia, me queda claro que no puedes educar a un pequeñito en el ateismo. No puedo hablarle a un chiquito de seis años de la insuficiencia y el desamparo ontológico, de que el hombre crea dioses a su imagen, semejanza y conveniencia y que al final de cuentas somos terriblemente absurdos y el significado de la vida es algo que depende de nosotros. Un niño, me queda claro, necesita creer en un Dios. Yo lo necesité obsesivamente. Necesitas ampararte en algo. Yo de niño rezaba y rezar me daba paz. No puedo privar a un pequeño de esa paz que cimentó mi infancia. Pero ¿Cómo hablarle de Dios?
Fui un niño místico, pues tuve una cercana relación con Dios. Hoy sigo teniendo una cercana relación con su cadáver. A veces busco ser escuchado por el Dios que maté. ¿Cómo enseñar a rezar a un pequeñito? ¿Cómo darle esa fuerza espiritual? Yo no aprendí a relacionarme con Dios en mis horas de catecismo y jamás pondría a mi hijo en manos de un puerco sacerdote pederasta. ¿Bautizarlo o no bautizarlo? ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Sólo porque yo fui formado en el catolicismo? ¿Y por qué no? No lo se. La duda me carcome. Mi ateismo no nació al contemplar la podredumbre de la iglesia católica. Aunque la iglesia fuera perfecta, yo no podría creer en Dios. Aborrezco a la iglesia en la que fui inscrito, pero aborrezco aún más a los evangélicos, a los mormones a toda esa escoria de sectas pentecostales y claro, también desprecio al judaísmo y al islamismo. El monoteísmo es la peste de la humanidad, sí, pero un niño necesita un Dios. ¿Contradictorio? Tal vez, pero estoy seguro que lo necesita.
Ser y dejar ser
Me cuesta trabajo imaginarme como padre de familia, desde el momento en que me es imposible decirle a la gente lo que tiene que hacer. Aunque suelo ser intolerante y de convicciones muy cerradas respecto a ciertos temas, siempre me he guiado bajo la premisa de que cada quien puede hacer de su vida un papalote. Dejar ser y dejar elegir. Nada desprecio más que tener que decirle a alguien lo que debe hacer. Siempre he pensado que a un hijo se le debe dejar seguir su camino, elegir lo que le gusta o no, cometer y aprender de sus errores, pero a veces creo que eso es imposible. Yo hice demasiadas cosas que no me gustaría que mi hijo hiciera. En mi vida caminé por pantanos que me gustaría poder mantener alejados de su vida. Todos los padres cometen el error de pretender hacer a sus hijos a su imagen y semejanza, pero debes guiarlo y encausarlo.
Los niños absorben el mundo desde otra dimensión. No se trata simplemente de ver las cosas en diferente perspectiva. Es, auténticamente, otra dimensión, una realidad aparte. Ponerte en los zapatos de un niño no es tarea fácil, pues ver el mundo a través de sus ojos implica ver otro mundo. Ante la cercanía del Conejito Iker Santiago, trato de recordar cómo asimilaba al mundo en mi niñez, solo para caer en la cuenta que jamás podré volver a absorber mi entorno de esa forma. El tiempo era lento, parecido a la eternidad, las distancias enormes e infranqueables, los espacios y las cosas gigantescas. El mundo era un lugar repleto de misterios. Lo sigue siendo, pero ahora le doy una dimensión demasiado filosófica a las cosas. El misterio para un niño es absoluto, palpable. Iker Santiago tiene muchas cosas que enseñarme. Confieso que quisiera volver a ver el universo como él lo verá. Mi infancia simplemente fue feliz. ¿Cómo hacer que el Conejito se enamore de este mundo?
Imagino un concierto de cien mil despertadores sonando al mismo tiempo entre las 6:00 y las 6:15 de la mañana. Imagino a un millón de niños soñolientos sintiendo el chorro de agua en sus caritas, abrochándose los botones del uniforme, desayunando de prisas, subiendo al carro de un papá apurado. Imagino (y de hecho escucho) el concierto de 500 mil motores encendiéndose al mismo tiempo al girar de la llave. La humanidad en armonía perfecta danzando al son que le toca el Eterno Retorno. Carros como langostas emergiendo en hordas hambrientas, listos para poseer las avenidas; avenidas minadas, repletas de máquinas y hombres de chalecos anaranjados. Hay que sufrir los beneficios del progreso en Ciudad-white topping.
La carretera escénica, al igual que el primer café de la mañana, es terapéutica, sobre todo cuando se le combina con el heavy metal adecuado. El golpe seco de realidad lo recibes un kilómetro después de haber pasado la caseta de Capufe, justo en ese esotérico cruce de caminos que te arroja hacia ese río de lava humana proveniente de Playas de Tijuana. Cacofonía de claxon en caos mayor. De tripas corazón. A mi alrededor, todo son padres de familia que miran compulsivamente sus relojes y niños en uniforme con la angustia del primer día reflejada en los rostros. Hoy soy actor indirecto de este ritual. Sí, estoy inmerso en el caos, pero no soy un padre de familia que lleva a su pequeñito al primer día de clases. Soy un hombre solitario que se dirige a su trabajo escuchando metal a todo volumen mientras su mente e ideas yacen en ebullición. De pronto, tengo una suerte de divina revelación y caigo en la cuenta, con tremenda claridad, que dentro de unos cuatro años debutaré como actor de esta gran obra llamada primer día de clases. Por ahora he enfocado todas mis energías a pensar en el Conejito Iker Santiago como un bebé al que habrá que cantarle canciones de cuna, pero el tiempo corre veloz y en un abrir y cerrar de ojos él también tendrá su primer día de clases. ¿Realmente hay un niño que se emocione con su primer día de clases? ¿De verdad hay quien pueda sentir felicidad de retornar al salón? A mí de niño este día me repateaba y ahora de adulto…también. ¿Le gustará su primer día de clases a Iker Santiago? ¿Tendremos corazón para dejarlo ahí? ¿Quién llorará más ese día?
El nombre
La gente me pregunta por el nombre de nuestro hijo y me queda claro que la respuesta les sorprende un poco ¿Ik..qué??? ¿Santiago? ¿Y por qué ese nombre? ¿Hay alguien que se llame así en tu familia? No y precisamente por eso. Son muchos los que me han dicho: Vas a tener un Danielito. La verdad es que eso de ponerle mi nombre a un hijo no va conmigo. Siempre me ha resultado una reminiscencia de afanes patriarcales lo de forzar al hijo a llamarse como uno. Y no, no es que no me guste mi nombre. Simplemente me da lo mismo y me he acostumbrado a él, aunque nunca dejará de parecerme una gran ironía su significado: Dios es mi juez. El nombre perfecto para un ateo apóstata como yo. En mi propio nombre está el recuerdo permanente del gran juez a quien me empeño en negar. Tengo nombre bíblico, nombre judío, pero me llamara como me llamara, no repetiría mi nombre en un hijo.
El factor Dios
El factor Dios sigue dando vueltas en mi cabeza a la hora de pensar en nuestro hijo. Aunque en mi espíritu Dios sigue estando tan muerto como ayer y cada vez me convenzo más de su inexistencia, me queda claro que no puedes educar a un pequeñito en el ateismo. No puedo hablarle a un chiquito de seis años de la insuficiencia y el desamparo ontológico, de que el hombre crea dioses a su imagen, semejanza y conveniencia y que al final de cuentas somos terriblemente absurdos y el significado de la vida es algo que depende de nosotros. Un niño, me queda claro, necesita creer en un Dios. Yo lo necesité obsesivamente. Necesitas ampararte en algo. Yo de niño rezaba y rezar me daba paz. No puedo privar a un pequeño de esa paz que cimentó mi infancia. Pero ¿Cómo hablarle de Dios?
Fui un niño místico, pues tuve una cercana relación con Dios. Hoy sigo teniendo una cercana relación con su cadáver. A veces busco ser escuchado por el Dios que maté. ¿Cómo enseñar a rezar a un pequeñito? ¿Cómo darle esa fuerza espiritual? Yo no aprendí a relacionarme con Dios en mis horas de catecismo y jamás pondría a mi hijo en manos de un puerco sacerdote pederasta. ¿Bautizarlo o no bautizarlo? ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Sólo porque yo fui formado en el catolicismo? ¿Y por qué no? No lo se. La duda me carcome. Mi ateismo no nació al contemplar la podredumbre de la iglesia católica. Aunque la iglesia fuera perfecta, yo no podría creer en Dios. Aborrezco a la iglesia en la que fui inscrito, pero aborrezco aún más a los evangélicos, a los mormones a toda esa escoria de sectas pentecostales y claro, también desprecio al judaísmo y al islamismo. El monoteísmo es la peste de la humanidad, sí, pero un niño necesita un Dios. ¿Contradictorio? Tal vez, pero estoy seguro que lo necesita.
Ser y dejar ser
Me cuesta trabajo imaginarme como padre de familia, desde el momento en que me es imposible decirle a la gente lo que tiene que hacer. Aunque suelo ser intolerante y de convicciones muy cerradas respecto a ciertos temas, siempre me he guiado bajo la premisa de que cada quien puede hacer de su vida un papalote. Dejar ser y dejar elegir. Nada desprecio más que tener que decirle a alguien lo que debe hacer. Siempre he pensado que a un hijo se le debe dejar seguir su camino, elegir lo que le gusta o no, cometer y aprender de sus errores, pero a veces creo que eso es imposible. Yo hice demasiadas cosas que no me gustaría que mi hijo hiciera. En mi vida caminé por pantanos que me gustaría poder mantener alejados de su vida. Todos los padres cometen el error de pretender hacer a sus hijos a su imagen y semejanza, pero debes guiarlo y encausarlo.
Los niños absorben el mundo desde otra dimensión. No se trata simplemente de ver las cosas en diferente perspectiva. Es, auténticamente, otra dimensión, una realidad aparte. Ponerte en los zapatos de un niño no es tarea fácil, pues ver el mundo a través de sus ojos implica ver otro mundo. Ante la cercanía del Conejito Iker Santiago, trato de recordar cómo asimilaba al mundo en mi niñez, solo para caer en la cuenta que jamás podré volver a absorber mi entorno de esa forma. El tiempo era lento, parecido a la eternidad, las distancias enormes e infranqueables, los espacios y las cosas gigantescas. El mundo era un lugar repleto de misterios. Lo sigue siendo, pero ahora le doy una dimensión demasiado filosófica a las cosas. El misterio para un niño es absoluto, palpable. Iker Santiago tiene muchas cosas que enseñarme. Confieso que quisiera volver a ver el universo como él lo verá. Mi infancia simplemente fue feliz. ¿Cómo hacer que el Conejito se enamore de este mundo?