De la Moleskine
El lenguaje tiene límites y desde un tiempo para acá sus fronteras me asfixian. ¡El lenguaje!, tan encerrado él, tal sofocado en sus cuatro paredes. Puede que el Universo sea finito, pero nunca verás su fin. El lenguaje, en cambio, no es definitivamente infinito y sus fronteras son necias, omnipresentes como los migras en la garita.
¿Es acaso esta puta mierda en la cual vivimos? Eso preguntaba Eskorbuto en su rolita “Dónde está el porvenir”. Y no, ya no me da por andar desparramando misantropía. El mundo que me rodea, pese a todo, me agrada, lo disfruto y le saco algo de jugo, pero cada vez se vuelve un sitio más mierdozo. Pienso en el Conejito y lo único que me nace es pedirle perdón por este universo al que lo traeremos. Vaya, a veces quisiera poder armar un blindaje de amor, una muralla sentimental capaz de aislarlo de tanta porquería, pero ese impulso de sobreprotección, además de utópico, acaba por ser contraproducente. Aún con toda su basura a cuestas, confieso que he sabido gozar, a mi manera, del mundo que me ha tocado vivir. Ojalá el Conejito pueda gozarlo también.
Creer que el mundo marcha cuesta abajo hacia sombras abismales es una fantasía muy apocalíptica, lo se, pero en honor a la verdad es difícil no pensar así de vez en cuando. Acaso sea un espiral (y no una línea recta) hacia el abismo. Cuando imagino que en el 2030 el Conejito va a cumplir 20 años, me cuesta horrores concebir un panorama con alguna dosis de optimismo. ¿Cómo será el planeta en el 2030? ¿Qué mierdero de entorno habrá para aquel entonces? ¿Cómo vivirá nuestro hijo? ¿Quedará un pedazo de mundo? Y mira que si algo me ha enseñado Gardel, es que 20 años no son nada. ¿2030? Carajo, no creo que sea mejor que ahora. Volteo la tortilla ¿Cómo era el mundo en 1989? Pues con tanto cambio radical en el planeta y la peda alegre del salinismo en pleno apogeo, había más razones para pensar que todo marcharía hacia un futuro más o menos luminoso. Después de todo, según Fukuyama, el final feliz de la Historia Humana llegó con la caída del Muro de Berlín y a partir de ahí, al puro estilo del positivismo de Comte, todo sería progreso. Cómo no.
Siempre he sido un fatalista feliz, un heraldo del cataclismo capaz de de sonreír y mirar la tempestad sin arrodillarse. Sí, no se puede decir que en alguna época de mi vida haya sido particularmente optimista yo, pero no se si alguna vez como ahora había albergado tal certidumbre de que este país marcha directo, sin escalas y con bastante prisa rumbo a la pura chingada. La paternidad que viene en puerta me pone sumamente aprensivo. En lo interno estoy contento, emocionado, cargado de buena leche, pero me basta mirar a mi alrededor para caer en la cuenta que hay demasiado odio reptando a un lado mío. Sí, demasiado odio, demasiada insatisfacción e ira contenida y encima de ellos el más absoluto absurdo, como amo y señor. El absurdo, la mediocridad y el sin sentido. Sí, hoy más que nunca la vida es como un tango de Santos Discepolo: el mundo siempre fue y será una porquería.
Hago un ejercicio de pesimismo comparado y trato de recordar qué chingados pensaba yo del país en los aciagos días de 1994 y 1995. En aquellos años con colosiazos, zapatazos chiapanecos, raulsalinazos y devaluaciones, había motivos de sobra para pensar que México se pudría sin remedio y de hecho yo creía firmemente que en cualquier momento un golpe militar tiraría a Zedillo. ¡Bendita juventud! Si al Apocalipsis y sus jinetes les daba por llegar, era cosa que me importaba muy poco en aquel entonces. La gran diferencia de la paternidad, es que ya no me muestro tan indiferente ante la idea de morirme o de que el mundo se acabe de una vez por todas. Quisiera que el mundo dure aunque sea un poquito más y vivir otro rato para no tener que dejar a un Conejito huérfano. La idea del final ya no me atrae tanto como antes.
Un día de septiembre de 1996 entré a Canadá a bordo de un greyhound. Había salido de Rochester y crucé la frontera de Buffalo a St Catherines. El viaje fue muy de repente, sin planeación alguna y yo no llevaba a cuestas ningún papel migratorio, lo cual no impidió que entrara a tierras canadienses diciendo simplemente “citizen” y volviera sin problemas a los Estados Unidos al cabo de tres días. Viajar era tan sencillo en los años 90.
No pienso ir a Canadá próximamente, pero aún así me caga en lo más profundo la idea de que los socios comerciales de la hoja de maple nos pidan visa. Siempre me duele saber que hay nuevas restricciones, cadenas y candados para viajar. ¿Por qué no conozco Brasil? Tres veces he estado muy cerquita de ese país, pero los hijos de su portuguesa madre piden visa y no tengo el tiempo ni las ganas de ir a la embajada brasileña en el DF a tramitarla. Algo muy similar ocurrirá con Canadá cuando quiera ir. Parece increíble que una región continental que permite el libre tránsito de mercancías ponga tantas restricciones al cruce humano. Imagínense que en la Europa unida los franceses tuvieran que estar sacando visa para entrar en Italia. Así de contradictoria es mi Norteamérica.
Viajar fue fácil y barato hasta 2001. De 1996 a 2001 pudimos pasear a nuestras anchas por el mundo. Boletos baratos, fronteras flexibles y un planeta que se creía feliz. A partir de las torres gemelas todo se fue a la chingada. Aeropuertos paranoicos, migras inflexibles, boletos más caros, visas requeridas. Si esta vida merece ser vivida es en gran medida por el inmenso placer de viajar, pero los dueños del mundo cada vez lo hacen más difícil. Alguna vez aluciné con vivir en Canadá. Hoy me queda claro que varios miles de mexicanos pensaron lo mismo antes que yo y aquello formará parte de la historia de lo que pudo haber sido.
El lenguaje tiene límites y desde un tiempo para acá sus fronteras me asfixian. ¡El lenguaje!, tan encerrado él, tal sofocado en sus cuatro paredes. Puede que el Universo sea finito, pero nunca verás su fin. El lenguaje, en cambio, no es definitivamente infinito y sus fronteras son necias, omnipresentes como los migras en la garita.
¿Es acaso esta puta mierda en la cual vivimos? Eso preguntaba Eskorbuto en su rolita “Dónde está el porvenir”. Y no, ya no me da por andar desparramando misantropía. El mundo que me rodea, pese a todo, me agrada, lo disfruto y le saco algo de jugo, pero cada vez se vuelve un sitio más mierdozo. Pienso en el Conejito y lo único que me nace es pedirle perdón por este universo al que lo traeremos. Vaya, a veces quisiera poder armar un blindaje de amor, una muralla sentimental capaz de aislarlo de tanta porquería, pero ese impulso de sobreprotección, además de utópico, acaba por ser contraproducente. Aún con toda su basura a cuestas, confieso que he sabido gozar, a mi manera, del mundo que me ha tocado vivir. Ojalá el Conejito pueda gozarlo también.
Creer que el mundo marcha cuesta abajo hacia sombras abismales es una fantasía muy apocalíptica, lo se, pero en honor a la verdad es difícil no pensar así de vez en cuando. Acaso sea un espiral (y no una línea recta) hacia el abismo. Cuando imagino que en el 2030 el Conejito va a cumplir 20 años, me cuesta horrores concebir un panorama con alguna dosis de optimismo. ¿Cómo será el planeta en el 2030? ¿Qué mierdero de entorno habrá para aquel entonces? ¿Cómo vivirá nuestro hijo? ¿Quedará un pedazo de mundo? Y mira que si algo me ha enseñado Gardel, es que 20 años no son nada. ¿2030? Carajo, no creo que sea mejor que ahora. Volteo la tortilla ¿Cómo era el mundo en 1989? Pues con tanto cambio radical en el planeta y la peda alegre del salinismo en pleno apogeo, había más razones para pensar que todo marcharía hacia un futuro más o menos luminoso. Después de todo, según Fukuyama, el final feliz de la Historia Humana llegó con la caída del Muro de Berlín y a partir de ahí, al puro estilo del positivismo de Comte, todo sería progreso. Cómo no.
Siempre he sido un fatalista feliz, un heraldo del cataclismo capaz de de sonreír y mirar la tempestad sin arrodillarse. Sí, no se puede decir que en alguna época de mi vida haya sido particularmente optimista yo, pero no se si alguna vez como ahora había albergado tal certidumbre de que este país marcha directo, sin escalas y con bastante prisa rumbo a la pura chingada. La paternidad que viene en puerta me pone sumamente aprensivo. En lo interno estoy contento, emocionado, cargado de buena leche, pero me basta mirar a mi alrededor para caer en la cuenta que hay demasiado odio reptando a un lado mío. Sí, demasiado odio, demasiada insatisfacción e ira contenida y encima de ellos el más absoluto absurdo, como amo y señor. El absurdo, la mediocridad y el sin sentido. Sí, hoy más que nunca la vida es como un tango de Santos Discepolo: el mundo siempre fue y será una porquería.
Hago un ejercicio de pesimismo comparado y trato de recordar qué chingados pensaba yo del país en los aciagos días de 1994 y 1995. En aquellos años con colosiazos, zapatazos chiapanecos, raulsalinazos y devaluaciones, había motivos de sobra para pensar que México se pudría sin remedio y de hecho yo creía firmemente que en cualquier momento un golpe militar tiraría a Zedillo. ¡Bendita juventud! Si al Apocalipsis y sus jinetes les daba por llegar, era cosa que me importaba muy poco en aquel entonces. La gran diferencia de la paternidad, es que ya no me muestro tan indiferente ante la idea de morirme o de que el mundo se acabe de una vez por todas. Quisiera que el mundo dure aunque sea un poquito más y vivir otro rato para no tener que dejar a un Conejito huérfano. La idea del final ya no me atrae tanto como antes.
Un día de septiembre de 1996 entré a Canadá a bordo de un greyhound. Había salido de Rochester y crucé la frontera de Buffalo a St Catherines. El viaje fue muy de repente, sin planeación alguna y yo no llevaba a cuestas ningún papel migratorio, lo cual no impidió que entrara a tierras canadienses diciendo simplemente “citizen” y volviera sin problemas a los Estados Unidos al cabo de tres días. Viajar era tan sencillo en los años 90.
No pienso ir a Canadá próximamente, pero aún así me caga en lo más profundo la idea de que los socios comerciales de la hoja de maple nos pidan visa. Siempre me duele saber que hay nuevas restricciones, cadenas y candados para viajar. ¿Por qué no conozco Brasil? Tres veces he estado muy cerquita de ese país, pero los hijos de su portuguesa madre piden visa y no tengo el tiempo ni las ganas de ir a la embajada brasileña en el DF a tramitarla. Algo muy similar ocurrirá con Canadá cuando quiera ir. Parece increíble que una región continental que permite el libre tránsito de mercancías ponga tantas restricciones al cruce humano. Imagínense que en la Europa unida los franceses tuvieran que estar sacando visa para entrar en Italia. Así de contradictoria es mi Norteamérica.
Viajar fue fácil y barato hasta 2001. De 1996 a 2001 pudimos pasear a nuestras anchas por el mundo. Boletos baratos, fronteras flexibles y un planeta que se creía feliz. A partir de las torres gemelas todo se fue a la chingada. Aeropuertos paranoicos, migras inflexibles, boletos más caros, visas requeridas. Si esta vida merece ser vivida es en gran medida por el inmenso placer de viajar, pero los dueños del mundo cada vez lo hacen más difícil. Alguna vez aluciné con vivir en Canadá. Hoy me queda claro que varios miles de mexicanos pensaron lo mismo antes que yo y aquello formará parte de la historia de lo que pudo haber sido.