Eterno Retorno

Sunday, July 12, 2009

Me pidieron que escribiera algo sobre el fin del mundo. Me salió esta aberración de pesadilla apocalíptica sobre nuestra querida Tijuana que hoy cumple 120 años.


I

Debió ser ya una tarde de invierno cuando un niño calvo saltó sobre el cofre de mi carro. Ocurrió hace casi un año en el puente de la 20 de Noviembre y supongo que si mi carro estaba detenido, es porque los semáforos aún funcionaban en Tijuana. Creo que apenas tuve unos segundos, acaso una fracción, para contemplarlo y tal vez mi única certeza, es que el niño me buscó la mirada y al menos por un instante, nos vimos fijamente a los ojos. Lo que sentí en ese momento fue lo más parecido a una pesadilla en una noche de fiebre. Tal vez estoy reconstruyendo una alucinación, pero al mirarlo encontré unos ojos vacíos, una expresión muerta, la desolación más absoluta. Por desgracia no pude fotografiarlo, pues el niño saltó del cofre y corrió por el puente rumbo al canal encementado. Sus movimientos me recordaron los de una rata de cañería. Sí, debió ser una tarde de invierno, pues aún no pasaban de las 18:00 y al igual que ahora ya era noche cerrada en Tijuana. Una noche densa, sucia, contaminada por el olor a metal quemado en al aire. Sólo hasta que se había ido reparé en su cabeza, eclipsada por el vacío abismal de los ojos. No era un niño rapado o tusado; era un niño calvo con algo de pelo en la nuca y mechones ralos sobre el cráneo. Ese fue el primero de muchísimos niños calvos que he visto en el último año, pero entonces no le presté demasiada importancia. La verdad es que para ese momento ya nada importaba demasiado.

II

Todo se había ido al carajo por aquellos días del encuentro con el primer niño calvo. Ningún estudio demográfico dio cuenta de ello, pero era demasiado evidente que en la última década Tijuana se había despoblado a un ritmo acelerado. Los primeros en huir fueron los ricos, o todo aquel que poseyera algún mínimo capital, despavoridos por la epidemia de secuestros que comenzó a principios de siglo. Fue en medio de la ola de asesinatos y mutilaciones cuando renació la peste. En un principio las autoridades sanitarias la bautizaron como ricketzia y atribuyeron el mal a las garrapatas, por lo que ordenaron una inclemente matanza de perros callejeros. Cuando a falta de perros las garrapatas brincaron a las ratas, la enfermedad tuvo un rebrote más agresivo e intenso y algunos afirman que ya ni siquiera tenía que ver con la manifestación original. Familias enteras morían en los pasillos de hospitales o en medio de las calles. Por las noches los cadáveres eran levantados por camiones recolectores de basura y llevados al relleno sanitario. Nadie nunca aventuró una cifra de muertes. Algún médico llegó a sugerir que la nueva sintomatología encuadraba con las descripciones la peste bubónica que devastó al mundo en el Siglo XIV, pero para entonces ya nadie le prestó demasiada atención.

III

Paradójicamente, en términos periodísticos podría haber estado viviendo mi paraíso reporteril. Sí, por primera vez en mi vida tenía todas esas historias soñadas al alcance de la mano, material de sobra para la más fantástica de las series fotográficas. El problema es que para entonces, por lo que a prioridades respecta, la supervivencia empezaba a estar muy por encima de la sed informativa. Ahora ocurrían cosas realmente trascendentes, hechos destinados a dejar una huella profunda en la historia de la ciudad y aunque tomé más de mil fotos, ya no había dónde publicarlas. Hace un año, durante el invierno en que encontré al niño calvo, el presidente municipal y su familia fueron asesinados por sus escoltas. Los mataron a golpes de bat mientras dormían. El secretario de gobierno entró en funciones, pero tres semanas después los militares tomaron Palacio Municipal a sangre y fuego y se lo llevaron preso en un helicóptero con rumbo desconocido. Dicen que tenía vínculos con el crimen organizado. Desde entonces una junta militar asumió el gobierno de la ciudad o al menos eso es lo que se comentó, pero a estas alturas es difícil saber si alguien manda. Desde antes del asesinato del presidente municipal, comandos negros de encapuchados ya controlaban toda la zona Poniente de la ciudad y no había patrulla policíaca que se aventurara a ir más allá del crucero de la 5 y 10. Tras el crimen, empezó a dar la impresión de que los sicarios controlaban toda la ciudad y los combates con armas de alto poder se sucedían en cualquier rincón de Tijuana. Con mi cámara pude captar algunos de esos enfrentamientos. Al principio pensamos que eran combates de militares contra sicarios, pero pronto quedó claro que los militares ya ni siquiera estaban en la ciudad, pues la habían abandonado a su suerte. Fue hasta hace muy pocos meses cuando tuvimos conocimiento del brazo armado de la Logia del Hexagrama

IV

Una mañana llegamos a la sede de nuestro periódico y encontramos el edificio saqueado. Alguien se había llevado las prensas y las computadoras. En el interior apenas sobrevivían algunos muebles desvencijados. Pasaron semanas y jamás volvimos a tener noticia de los dueños. Eso sucedió pocos meses antes del asesinato del presidente municipal y de mi primer encuentro con un niño calvo y para entonces éramos ya el único periódico que sobrevivía en la ciudad. Entre todos los compañeros de trabajo montamos un campamento en la redacción y mantuvimos una guardia permanente, pero los meses pasaron y pronto nos quedó claro que los dueños habían abandonado para siempre la ciudad. Nuestra historia en el periódico fue la historia de más de un centenar de fábricas e industrias de 18 diferentes países que durante años vivieron épocas de bonanza en la ciudad. En cuestión de semanas, los parques industriales se vaciaron por completo. El pánico al secuestro (muchos industriales extranjeros habían sido ejecutados luego de pagar elevados rescates) el avance de la peste y la recesión económica mundial dieron al traste con sus inversiones. Algunas empresas, tres o cuatro a lo más, liquidaron a sus plantillas laborales. La mayoría simplemente se fue. Cuando llegó la primavera, Otay era un cementerio de naves industriales invadidas por hordas de obreros desempleados convertidos en drogadictos. Poco a poco, las viejas fábricas se fueron transformando en gigantescos dopádromos donde cientos de indigentes se inyectaban heroína o fumaban crystal. Los grandes corporativos orientales eran ahora nidos de escoria. Algunas noches, comandos de la Logia del Hexagrama irrumpían en las viejas fábricas y prendían fuego a los adictos a los que rociaban con alcohol cuando yacían sumidos en su sueño opiáceo. Algunas veces recorrí los parques industriales armado de mi cámara y par de veces estuve a punto de ser asesinado. Las fotografías están aquí, en mi computadora descargada. Obvia decir que nunca nadie las publicó.

V

Al final del verano empecé a fotografiar niños calvos. Para entonces era cada vez más común verlos salir de las cañerías u ocultarse en los viejos edificios abandonados del centro. Eran rápidos y huían de la cámara apenas me veían acercarme, pero aún así alcancé a captarlos algunas veces. Los niños calvos reptaban entre la basura y algunas veces los vi cazando ratas con asombrosa habilidad. Nunca nadie aventuró una hipótesis sobre su origen. En los últimos años las calles de Tijuana se habían poblado de pordioseros y había cientos de miles de pequeños que dormían en basurales o cañerías y muchos de ellos estaban enfermos. Algún colega llegó a decirme que la calvicie de esos niños se debía a alguna enfermedad como la roña o la pelagra e incluso hubo quien afirmó que estaban afectados por la peste. Sin embargo, la expresión de su rostro y sus ágiles movimientos de rata los hacían distintos del resto de los niños de la calle, con quienes nunca se relacionaban. Cuando me veían llegar con mi cámara, los pequeños pordioseros se me acercaban en enjambre a tratar de sacarme una moneda o un pedazo de tortilla. Los niños calvos, en cambio, rehuían mi presencia, aunque un par de veces me sorprendieron por la espalda y lograron robarme mi mochila y una cámara.

VI

Fue hace tres años cuando la crisis de la gasolina alcanzó niveles alarmantes. La escalada en los precios del petróleo hizo del combustible un auténtico lujo que sólo los ricos podían pagar. Tras el aumento de precios llegó el problema de la escasez y en el último año era realmente complicado encontrar gasolina pura en Tijuana. La gente comenzó a utilizar naftaleno y desechos de petróleo para sus carros. En el último año, en las calles de una ciudad virtualmente despoblada, era cada vez más raro ver vehículos automotores circulando, aunque al parecer los comandos de sicarios y las tropas de la Logia del Hexagrama no tuvieron problema alguno, pues los pocos vehículos que se veían, eran sus camionetas blindadas y sus tanques de asalto. Las que hasta hace unos años eran transitadas avenidas, estaban ahora atiborradas de pordioseros y vagabundos empujando sus viejos carritos de supermercado rebosantes de cachivaches. Estas avenidas solían amanecer regadas de cadáveres. La peste hacía estragos entre los pordioseros, aunque las muertes por sobredosis de heroína adulterada también eran comunes. Al principio los camiones recolectores levantaban los cadáveres, pero desde un tiempo para acá los dejan pudrirse en el asfalto. Con la frontera estadounidense militarizada y parcialmente cerrada, toneladas de crystal y heroína quedaban embodegadas en la ciudad y en las calles de Tijuana la droga empezó a tener costos ridículamente bajos. Poco después empezaron los apagones, pero entonces no sabíamos que la Logia del Hexagrama dinamitaba las centrales eléctricas-

VII

Mi mujer y mi hijo pudieron huir a tiempo, hace poco más de ocho meses, cuando ella tramitó una beca para estudiar psicoterapia lacaniana en Buenos Aires. Ya para entonces había muy pocos vuelos disponibles y un viaje de avión llegó a alcanzar precios exorbitantes, pero con nuestros ahorros pudimos costearlo. La idea era que yo los alcanzaría semanas más tarde, pues aún creía, de forma ilusa, que podríamos dar con los dueños del periódico y demandar nuestra liquidación. Durante las primeras semanas de su partida nos comunicábamos vía e mail casi cada noche y por lo que pudo narrarme, la situación en Buenos Aires no era tampoco halagadora. Después los apagones empezaron a ser recurrentes y era imposible encontrar una computadora disponible en la ciudad. En otoño los apagones se empezaron a prolongar por semanas y perdimos comunicación por completo. Hace más de cuatro meses que no se nada de ella y desde hace seis semanas que la ciudad se quedó, ahora sí, permanentemente a oscuras. En una de mis últimas incursiones por la ciudad, encontré el aeropuerto tomado por hordas de pordioseros. Creo que el de mi mujer fue uno de los últimos vuelos que salió de Tijuana. Dos viejos aviones que aún permanecían en la pista fueron habitados por los vagabundos. Semanas después, el aeropuerto fue consumido por el gran incendio de la zona industrial. Para entonces, Estados Unidos había ordenado el cierre total e irreversible de la frontera.


VIII

Debió haber sido la peste o de otra manera no puedo explicarlo. Todo empezó como una fiebre repentina mientras recorría con mi cámara una zona industrial devastada. Cuando llegué a casa la fiebre había subido a 39 grados. Al cabo de tres días, aparecieron los bubones supurantes en las ingles y axilas. Para entonces ya estaba encerrado en mi recámara. Con barras de metal atranqué la puerta de mi casa. Las calles de mi barrio también habían sido tomadas por los adictos y los niños calvos. La mayoría de las casas de mis vecinos estaban deshabitadas y ocupadas por la escoria. Habían pasado semanas sin que volviera la energía eléctrica y tampoco teníamos agua y si sobreviví, fue gracias a un garrafón de reserva. El Río Colorado, única fuente de abastecimiento de Tijuana, se había secado. La batería de mi computadora estaba descargada y tan solo me quedaba disponible una vieja cámara réflex. La enfermedad empeoró. No se cuánto tiempo estuve encerrado en casa. Tal vez dos o tres meses. La fiebre me hizo alucinar y delirar durante semanas y aún me cuesta creer que estoy vivo esta mañana. Sumido en los 40 grados de fiebre, veía niños calvos sobre mi cuerpo devorando mis entrañas. Ahora creo que aún dentro de mi inconsciencia, fui capaz de tomar agua, pues el garrafón está semivacío y yo no estoy muerto. Hace tres días la fiebre remitió y sentí despertar de un largo sueño. Estoy demacrado y en los huesos, pero estoy vivo. La noche en que desperté me asomé a la terraza y vi el cielo rojo. La atmósfera, atiborrada de ceniza, estaba impregnada de un hedor a químicos y metales quemados. A lo lejos, pude ver desde mi ventana la Bahía de San Diego ardiendo en llamas. Ayer crucé por primera vez en mucho tiempo la puerta de la casa y me encontré un entorno muerto. Caminé ocho kilómetros a la redonda en los que no topé con un solo ser vivo. Encontré dos cadáveres de niños calvos y decenas de casas chamuscadas. Cuando bajé a la playa, encontré la arena regada de gaviotas y peces muertos. Pese a ser invierno, las aguas del Pacífico están calientes, diría incluso ardiendo. El aire está aún impregnado de ceniza y cielo sigue siendo rojo, aunque ya no veo llamas en San Diego. Esta mañana he sacado del sótano mi vieja motocicleta a la que aún le queda una reserva de combustible con la que tal vez pueda recorrer unos 50 kilómetros. Ya después veré cómo me las arreglo. Ahora sólo se que debo largarme de aquí y viajar hacia el Sur. Se que resulto iluso, pero aún albergo esperanzas de encontrar a mi mujer y a mi hijo. Me llevo conmigo mi vieja cámara y en casa dejo estos papeles que he escrito a manera de testimonio, esperando caigan algún día en las manos de un improbable lector. Quiero creer que no soy el último hombre vivo sobre el planeta.