Mi amigo Salvador Adame ha venido a visitarme. Él es uno de los cuatro grandes amigos que hice en mi defeña adolescencia y hasta el momento el primero y único que se anima a venir hasta la lejanísima Tijuana.
El 5 de julio no voy a votar. No seré un abstencionista desidioso ni me sumaré a la campaña de voto blanco. Sucede que no tengo credencial del IFE. Mi credencial desapareció un día de enero del 2008 junto con mi visa laser, mi licencia, mis tarjetas de crédito y débito y de más chucherías que portaba en una cartera reportada como baja de guerra tras un concierto de Exodus en el House of Blues de San Diego. A la fecha he recuperado todos mis documentos menos la credencial del IFE.
Les juro que no es una regresión adolescente ni una borrachera con viejas cintas punketo- hardcoreras, pero hormonalmente me considero un anarquista. Vaya, en el terreno de lo ideal, considero que la anarquía es el estado más perfecto al que la humanidad puede aspirar. Mi consideración parte de una premisa simple: el gobierno, como aparato, es, en términos estrictamente prácticos, innecesario. Ojo, no voy a rasgarme las vestiduras con gritos “de no más policía no más represión” mientras me rompo los huesos en brutal slam hardcorero, ni voy a pedir el fin de la autoridad como ente represivo-coercitivo. Voy a referirme al asunto en términos más simples: el gobierno, como ente administrativo, es casi siempre estorboso e innecesario. Puedes perfectamente suplantarlo. El gobierno, todo gobierno (al menos en este país) es inmensamente gordo, obeso y la gente obesa difícilmente puede moverse con eficiencia y agilidad por la vida. El gobierno podría funcionar con la cuarta parte de gente y fungir únicamente como gestor o facilitador. Pero la democracia mexicana es alta en calorías.
Es precisamente nuestro quehacer democrático lo que engorda las nóminas oficiales. En una democracia como la mexicana, sólo es posible acceder al poder luego de incontables compromisos. Más allá del carisma, el ángel individual y su credibilidad, un gobernante accede al poder gracias a un sistema de complicidades y alianzas, que irremediablemente engorda el sistema hasta límites de patológica obesidad.
Cada vez me lo pregunto más menudo: ¿para qué queremos democracia? Ojo, la pregunta no es por qué queremos democracia sino para qué la queremos. Del por al para hay un abismo que sólo los hispano parlantes entendemos. Si mi pregunta fuera por qué, puedo ir escribiendo la patética perorata que recibiría por respuesta. Pero cuando pregunto para qué, la cosa cambia. El por remite a causas y el para a efectos, bastante prácticos por cierto y es precisamente en aguas de lo efectivo y lo práctico donde nuestra democracia irremediablemente naufraga. Al Juanito Pueblo que representa a esa inmensa mayoría de mexicanos pobres, la democracia, en términos prácticos, les sirve de muy poco. Vaya, digamos que tantas elecciones les benefician por la derrama en programas emergentes de desarrollo social y santacloses electoreros compulsivos, pero fuera de eso, el quehacer legislativo les viene guango. Después de todo, aunque la mayoría no lo sabe, creo que todos más o menos intuimos que nuestro parlamentarismo es una falacia.
El 5 de julio no voy a votar. No seré un abstencionista desidioso ni me sumaré a la campaña de voto blanco. Sucede que no tengo credencial del IFE. Mi credencial desapareció un día de enero del 2008 junto con mi visa laser, mi licencia, mis tarjetas de crédito y débito y de más chucherías que portaba en una cartera reportada como baja de guerra tras un concierto de Exodus en el House of Blues de San Diego. A la fecha he recuperado todos mis documentos menos la credencial del IFE.
Les juro que no es una regresión adolescente ni una borrachera con viejas cintas punketo- hardcoreras, pero hormonalmente me considero un anarquista. Vaya, en el terreno de lo ideal, considero que la anarquía es el estado más perfecto al que la humanidad puede aspirar. Mi consideración parte de una premisa simple: el gobierno, como aparato, es, en términos estrictamente prácticos, innecesario. Ojo, no voy a rasgarme las vestiduras con gritos “de no más policía no más represión” mientras me rompo los huesos en brutal slam hardcorero, ni voy a pedir el fin de la autoridad como ente represivo-coercitivo. Voy a referirme al asunto en términos más simples: el gobierno, como ente administrativo, es casi siempre estorboso e innecesario. Puedes perfectamente suplantarlo. El gobierno, todo gobierno (al menos en este país) es inmensamente gordo, obeso y la gente obesa difícilmente puede moverse con eficiencia y agilidad por la vida. El gobierno podría funcionar con la cuarta parte de gente y fungir únicamente como gestor o facilitador. Pero la democracia mexicana es alta en calorías.
Es precisamente nuestro quehacer democrático lo que engorda las nóminas oficiales. En una democracia como la mexicana, sólo es posible acceder al poder luego de incontables compromisos. Más allá del carisma, el ángel individual y su credibilidad, un gobernante accede al poder gracias a un sistema de complicidades y alianzas, que irremediablemente engorda el sistema hasta límites de patológica obesidad.
Cada vez me lo pregunto más menudo: ¿para qué queremos democracia? Ojo, la pregunta no es por qué queremos democracia sino para qué la queremos. Del por al para hay un abismo que sólo los hispano parlantes entendemos. Si mi pregunta fuera por qué, puedo ir escribiendo la patética perorata que recibiría por respuesta. Pero cuando pregunto para qué, la cosa cambia. El por remite a causas y el para a efectos, bastante prácticos por cierto y es precisamente en aguas de lo efectivo y lo práctico donde nuestra democracia irremediablemente naufraga. Al Juanito Pueblo que representa a esa inmensa mayoría de mexicanos pobres, la democracia, en términos prácticos, les sirve de muy poco. Vaya, digamos que tantas elecciones les benefician por la derrama en programas emergentes de desarrollo social y santacloses electoreros compulsivos, pero fuera de eso, el quehacer legislativo les viene guango. Después de todo, aunque la mayoría no lo sabe, creo que todos más o menos intuimos que nuestro parlamentarismo es una falacia.