Los sueños sacan a superficie los recuerdos que yacían sepultados en las más oscuras profundidades del subconsciente. Anoche dormí profundo y un sueño tuvo a bien recordarme que bajo el árbol de aguacate, había una capillita pegada a la barda. Desde ahí, una virgen en ruinas me contemplaba. En el sueño aparecía también el cuarto de servicio, un lugar que había olvidado por completo y que ayer apareció con nitidez alucinante.
El árbol de aguacate era un universo en sí mismo. Tan profunda era su sombra, que bajo sus ramas no crecía la hierba. Sólo hojas secas poblaban su entorno. Sobre su tronco tuve una casita arborícola en laque podía pasar horas jugando. También había un columpio de madera colgando de un mecate. En algún lugar existe una foto en polaroid de mi cumpleaños número siete, donde aparecen cinco niños subidos en la casita del aguacate. A veces creo que la historia de mi vida es la historia del Génesis, pues mi paraíso perdido es también un jardín que no existe más. No se puede explicar mi origen sin ese jardín y algún fantasma del niño que fui deambula entre las ramas etéreas de árboles muertos, un bosque habitado por un millón de sueños, un presente perpetuo donde había espacio para todas las fantasías.
¿De verdad existió esa capilla? Mi memoria consciente no la registraba. De pronto pareciera que he destapado el pozo de las más ancestrales imágenes. El sauce alegre y el sauce llorón, la casita verde, la mata en la ventana del comedor, el eterno terreno baldío a un lado de la casa, la barra de fierro oxidado recargada en la barda, que según lo que alguien me dijo (¿fuiste tú Jos?) era el telescopio de un viejo submarino varado que deambulaba por ahí en los tiempos ancestrales en que la colonia Miravalle yacía bajo el mar (al parecer en el paleolítico había submarinos recorriendo los océanos) Recuerdo el Río Santa Catarina, esa vastedad esteparia que existía antes de la primera carretera y el Gilberto, la vereda por la que descendías al final de la calle Río San Juan y sí, también recuerdo un Río Santa Catarina con caballos que Chabela perseguía a placer. Recuerdo la existencia de una roca gigantesca, una mole ígnea venida de otro planeta y una imagen onírica me jura que caminando hacia el puente de Santa Bárbara había un lago dentro del río. Alguna vez, después de alguna lluvia matadora, vimos una culebra de agua contemplándonos desde el fondo verde. Tampoco aluciné que en la Quinta había zorros ni soñé la madrugada aquella en que una pipa atiborrada de gasolina se volteó en la carretera. Aún no se por qué me aterraba la máquina vieja de las tres de la tarde, pero recuerdo su inconfundible sonido, distinto al del resto de los trenes. Desde la casita del árbol podías ver la tétrica casa de los Milmo (familia de espectros) y el árbol de toronja tan generoso en octubre, fue escenario de la caída de mi primer diente. Al frente, en una de las esquinas de la casa, estaba el de las mandarinas inalcanzables…en fin, debe ser la magia del Conejito, la inminencia de una presencia infantil en casa lo que me pone tan profundamente regresivo en mis sueños.
El árbol de aguacate era un universo en sí mismo. Tan profunda era su sombra, que bajo sus ramas no crecía la hierba. Sólo hojas secas poblaban su entorno. Sobre su tronco tuve una casita arborícola en laque podía pasar horas jugando. También había un columpio de madera colgando de un mecate. En algún lugar existe una foto en polaroid de mi cumpleaños número siete, donde aparecen cinco niños subidos en la casita del aguacate. A veces creo que la historia de mi vida es la historia del Génesis, pues mi paraíso perdido es también un jardín que no existe más. No se puede explicar mi origen sin ese jardín y algún fantasma del niño que fui deambula entre las ramas etéreas de árboles muertos, un bosque habitado por un millón de sueños, un presente perpetuo donde había espacio para todas las fantasías.
¿De verdad existió esa capilla? Mi memoria consciente no la registraba. De pronto pareciera que he destapado el pozo de las más ancestrales imágenes. El sauce alegre y el sauce llorón, la casita verde, la mata en la ventana del comedor, el eterno terreno baldío a un lado de la casa, la barra de fierro oxidado recargada en la barda, que según lo que alguien me dijo (¿fuiste tú Jos?) era el telescopio de un viejo submarino varado que deambulaba por ahí en los tiempos ancestrales en que la colonia Miravalle yacía bajo el mar (al parecer en el paleolítico había submarinos recorriendo los océanos) Recuerdo el Río Santa Catarina, esa vastedad esteparia que existía antes de la primera carretera y el Gilberto, la vereda por la que descendías al final de la calle Río San Juan y sí, también recuerdo un Río Santa Catarina con caballos que Chabela perseguía a placer. Recuerdo la existencia de una roca gigantesca, una mole ígnea venida de otro planeta y una imagen onírica me jura que caminando hacia el puente de Santa Bárbara había un lago dentro del río. Alguna vez, después de alguna lluvia matadora, vimos una culebra de agua contemplándonos desde el fondo verde. Tampoco aluciné que en la Quinta había zorros ni soñé la madrugada aquella en que una pipa atiborrada de gasolina se volteó en la carretera. Aún no se por qué me aterraba la máquina vieja de las tres de la tarde, pero recuerdo su inconfundible sonido, distinto al del resto de los trenes. Desde la casita del árbol podías ver la tétrica casa de los Milmo (familia de espectros) y el árbol de toronja tan generoso en octubre, fue escenario de la caída de mi primer diente. Al frente, en una de las esquinas de la casa, estaba el de las mandarinas inalcanzables…en fin, debe ser la magia del Conejito, la inminencia de una presencia infantil en casa lo que me pone tan profundamente regresivo en mis sueños.