Pienso en el Conejito y pienso en la odisea de ser niño, en todo lo que le queda por descubrir, asimilar, un Aleph a su disposición listo para ser devorado, todo un universo de sensaciones que ahora, en su paraíso uterino, desconoce. Mi infancia fue feliz. Inmensamente feliz. ¿Dónde radicaba la felicidad? En la forma de concebir y sentir el mundo. El mío estuvo lleno de fantasía. ¿Qué es lo que más extraño de la infancia? El misterio, la fascinación, un territorio donde la magia yacía en el alma de las pequeñas cosas, un universo poblado de espíritus. El mundo era inmenso, inabarcable. Y no, no saldré con el rollo de un mundo inocente, sin maldad. También extraño el terror y la angustia, los presagios que rodeaban cosas, sonidos, imágenes. El tiempo era largo, inmenso, supongo que era algo parecido a la eternidad. El entorno era enorme, inabarcable, misterioso. Gigantescos los espacios, infinitas las distancias. Recuerdo fotos y dibujos de algunos libros de animales, árboles, fachadas de casas, supersticiones e ideas que alimenté.
Sí, ya he narrado lo mucho que me atormenta el pedazo de mierda de mundo al que traeremos al Conejito, pero creo que hasta un planeta podrido puede ser disfrutable. Con todo y las varias toneladas de nihilismo que cargo a cuestas, confieso que volvería a vivir con gusto si me fuera dado elegir.
Sí, ya he narrado lo mucho que me atormenta el pedazo de mierda de mundo al que traeremos al Conejito, pero creo que hasta un planeta podrido puede ser disfrutable. Con todo y las varias toneladas de nihilismo que cargo a cuestas, confieso que volvería a vivir con gusto si me fuera dado elegir.