Ortega Ortega
La nostalgia ya no está en penumbras. La nostalgia salió a la luz, se convirtió en compañera diurna inseparable y en los momentos más inoportunos nos juega bromas pesadas. Los años se acumulan y de pronto nos descubrimos cargando un costal cada vez más atiborrado de recuerdos. Con los años, la existencia se torna en permanente Saudade. Mi buen amigo Gerardo Ortega Ortega apareció por Tijuana con la fugacidad de un relámpago. A Ortega no lo veía desde el siglo pasado, aunque la blogósfera nos ha mantenido unidos y en contacto, sobre todo en los últimos años. La vida de Ortega es literatura en estado puro. Vaya, en mí la literatura es vicio incurable, una suerte de adicción peor que la de opiáceos, pero en Gerardo la literatura, o más concretamente la poesía, es una forma de vida. Decir que le gusta o practica la poesía sería inexacto; más bien la encarna. Su existencia misma me parece un poema, un poema romántico y a veces infinitamente triste. Me hubiera encantado poder presentar “De Lunes a Diciembre” en Tijuana o Rosarito, pero el peor promotor cultural del mundo sólo ha tenido cabeza para ultrasonidos y ginecólogos en la última semana y su mente está en otra parte. Algunos poemas de Ortega puedo recitarlos de memoria y su recuerdo suele salir a superficie en momentos improbables. Ortega llegó a Rosarito acompañado de 7 Duendes (born in Valle de Guadalupe) a quien no tenía el gusto de conocer, aunque sí de leer. Parece ser que mi amigo el poeta tiene buenas conexiones en todos los municipios de Baja California, pues al poco tiempo nos alcanzó una paisana regia exiliada en la bella Cenicienta del Pacífico. El mundo es un ranchito donde al final resulta que todos se conocen. Más de diez años sin ver a Ortega y en las menos de tres horas que estuvo aquí, apenas hubo tiempo para charlas inconexas, mirar poemas y fotos jurásicas en Después del Eclipse, escuchar un poco de vallenato que Ortega baila con ritmo de buen Gavilán y reconocer, con honestidad y algo de tristeza, que el sistema nos está tragando. Gerardo Ortega me lleva más de once años en esta aventura de ser padre de familia y él lo ha sido en todo el sentido de la palabra. Había demasiadas cosas para hablar, pero los grandes amigos a veces comparten los silencios y las palabras no dichas. La vida también me ha enseñado que cada que vez me despido de alguien que vive lejos, suelen venir largos años antes de otro encuentro.
Cenamos en casa de mi amigo Pedro, cuyo hogar es un jardín de las delicias. En casa de Pedro he escuchado música fascinante e improbable y he bebido mágicos vinos, tan deliciosos, que cuesta trabajo creer que en verdad existen. Pues bien, una nueva delicia se agrega a este jardín: mi amigo Pedro se ha comprado un asador y la carne del debut fue memorable. Cuando el matrimonio buena carne-buen vino consuma su luna de miel en el paladar, puedes caer en la perdición.
La nostalgia ya no está en penumbras. La nostalgia salió a la luz, se convirtió en compañera diurna inseparable y en los momentos más inoportunos nos juega bromas pesadas. Los años se acumulan y de pronto nos descubrimos cargando un costal cada vez más atiborrado de recuerdos. Con los años, la existencia se torna en permanente Saudade. Mi buen amigo Gerardo Ortega Ortega apareció por Tijuana con la fugacidad de un relámpago. A Ortega no lo veía desde el siglo pasado, aunque la blogósfera nos ha mantenido unidos y en contacto, sobre todo en los últimos años. La vida de Ortega es literatura en estado puro. Vaya, en mí la literatura es vicio incurable, una suerte de adicción peor que la de opiáceos, pero en Gerardo la literatura, o más concretamente la poesía, es una forma de vida. Decir que le gusta o practica la poesía sería inexacto; más bien la encarna. Su existencia misma me parece un poema, un poema romántico y a veces infinitamente triste. Me hubiera encantado poder presentar “De Lunes a Diciembre” en Tijuana o Rosarito, pero el peor promotor cultural del mundo sólo ha tenido cabeza para ultrasonidos y ginecólogos en la última semana y su mente está en otra parte. Algunos poemas de Ortega puedo recitarlos de memoria y su recuerdo suele salir a superficie en momentos improbables. Ortega llegó a Rosarito acompañado de 7 Duendes (born in Valle de Guadalupe) a quien no tenía el gusto de conocer, aunque sí de leer. Parece ser que mi amigo el poeta tiene buenas conexiones en todos los municipios de Baja California, pues al poco tiempo nos alcanzó una paisana regia exiliada en la bella Cenicienta del Pacífico. El mundo es un ranchito donde al final resulta que todos se conocen. Más de diez años sin ver a Ortega y en las menos de tres horas que estuvo aquí, apenas hubo tiempo para charlas inconexas, mirar poemas y fotos jurásicas en Después del Eclipse, escuchar un poco de vallenato que Ortega baila con ritmo de buen Gavilán y reconocer, con honestidad y algo de tristeza, que el sistema nos está tragando. Gerardo Ortega me lleva más de once años en esta aventura de ser padre de familia y él lo ha sido en todo el sentido de la palabra. Había demasiadas cosas para hablar, pero los grandes amigos a veces comparten los silencios y las palabras no dichas. La vida también me ha enseñado que cada que vez me despido de alguien que vive lejos, suelen venir largos años antes de otro encuentro.
Cenamos en casa de mi amigo Pedro, cuyo hogar es un jardín de las delicias. En casa de Pedro he escuchado música fascinante e improbable y he bebido mágicos vinos, tan deliciosos, que cuesta trabajo creer que en verdad existen. Pues bien, una nueva delicia se agrega a este jardín: mi amigo Pedro se ha comprado un asador y la carne del debut fue memorable. Cuando el matrimonio buena carne-buen vino consuma su luna de miel en el paladar, puedes caer en la perdición.