De oníricos cetáceos y libros paseadores
Suelo soñar con animales marinos y mareas altas, aletas que surgen de repente y cuerpos de cetáceos emergiendo entre las olas. Uno de los sueños más realistas lo tuve hace años, durante una siesta vespertina, cuando vivíamos en el depita de Playas. Por alguna razón, cuando consigues dormir profundo en el día, los sueños son más alucinantes, casi como viajes astrales. Aquella vez soñé con una ola tan grande, que al caer la marea llegaba hasta el departamento y de pronto la cama en donde yo dormía yacía cubierta por agua. La noche del sábado soñé con una ballena orca. El néctar surrealista del asunto, es que la imagen inicial del Pacífico tijuanense, se transformaba en un pantano, una ciénaga con juncos altos y lirios de donde surgía de pronto una aleta enorme y después el cuerpo entero de la orca que posaba sobre aguas poco profundas entre las plantas tropicales. De no haber aparecido el elemento pantano-vegetación tropical, el sueño pudo confundirse con la realidad. Pocas experiencias tan oníricas como el avistamiento de cetáceos. El año pasado, estando yo sentado sobre una realista roca en la playa de Baja Malibú, un delfín saltó frente a mí de cuerpo entero. Ya otras veces los he visto saltar y hacer piruetas al estilo del Sea World, pero aquella ocasión el delfín brincó repentinamente a escasos metros de donde yo estaba sentado. Mis sueños con cetáceos son tan recurrentes, que he empezado a pensar que aquel salto del delfín no formó parte de la realidad.
Ayer bajé a la playa a ver el atardecer, pero los delfines no vinieron a mi encuentro. Sentado sobre esa misma roca, empecé a leer El palacio de la Luna, de Paul Auster, regalo de mi tía Patricia Basave. Los personajes austerianos y su enfermiza carga de aleatoriedad son adictivos y suelen arañarme desde la primera página. Es bueno volver a Auster. Ya empezaba a extrañar Brooklyn.
Deja vu de antiguas lecturas, recuerdos fugaces de un libro leído en una situación determinada. Hay obras marcadas por el entorno y el contexto en que fueron leídas. Lo más fascinante de la lectura, es que es un viaje capaz de conectar varios mundos. La historia en la que te sumerges, el universo que te rodea y tu propia interiorización, pues a medida que vas leyendo vas divagando y conectando con otros mundos. La historia de mi vida es la historia del libro que llevo bajo el brazo. Ayer leí a Auster sobre una roca marina en donde he leído otros muchos libros, mientras aguardo el salto de los delfines. Tal vez sea obsesivo, pero aún recuerdo en dónde estaba cuando empecé a leer “El país de las últimas cosas”, primer libro de Paul Auster que leí en mi vida (a la fecha he leído once) Era marzo de 2003 y yo estaba en el Hipódromo a donde llegué demasiado temprano para hacer la primera entrevista de mi vida con Jorge Hank Rhon, a quien conocí ese día. Hank y Auster no se parecen un carajo, pero a ambos los conocí el mismo día. A este polémico personaje cuya leyenda negra plagada de extravagancias ha marcado la historia moderna de mi ciudad, lo ví y lo hostigué a diario durante su trienio como alcalde, pero en aquella entrevista, mientras yo leía a Auster, aún nadie se imaginaba que brincaría a la vida pública. Me recuerdo leyendo “Noticia de un secuestro” de García Márquez en el vuelo que me llevó de Monterrey a Boston el 29 de junio de 1996 y Ana Karenina de Tolstoi siempre me llevará de regreso al tren de la Sierra de Chihuahua en la Navidad de 1995. Me recuerdo leyendo Antes del fin de Sábato, en alguna carretera de Bélgica en abril de 1999, en el primer viaje largo que Carolina y yo hicimos juntos. Andamios de Benedetti siempre me traerá de regreso a una noche muy fría de diciembre de 1999, a bordo de un camión azul y blanco en la calle Tercera del centro tijuanense esperando la salida del monstruo rumbo a Playas. La línea de sombra de Conrad lo leí en un acantilado de la Playa el Vigía y Negra espalda del tiempo, de Javier Marías, lo empecé a leer una tarde de 1999, previo a una sesión de Cabildo en una de mis primeras coberturas en Palacio Municipal en los tiempos de Kiko Vega. La Fiesta del Chivo de Vargas Llosa me recuerda siempre un taxi amarillo en Paseo Ensenada. Entre hombres de Germán Maggiori irá unido para siempre a los días de septiembre de 2001 en Nueva York (el sound track fue el God Hates Us All de Slayer) y un autobús de Eurolines atravesando le helada noche alemana rumbo a Praga fue conjurado con una biografía de Marqués de Sade. Cuando leo en bares y cantinas, y sobre todo cuando estoy en aeropuertos, no resisto la tentación de escribir en los libros y hacer dibujos. Me gustan los libros salpicados de cerveza y convertidos en estuches de papelitos, volantes, flyers, cartitas y chucherías diversas. Los libros son cajas de sorpresas, recipientes de mil historias. Pero, qué no se supone que estaba hablando de mis sueños con cetáceos.
Suelo soñar con animales marinos y mareas altas, aletas que surgen de repente y cuerpos de cetáceos emergiendo entre las olas. Uno de los sueños más realistas lo tuve hace años, durante una siesta vespertina, cuando vivíamos en el depita de Playas. Por alguna razón, cuando consigues dormir profundo en el día, los sueños son más alucinantes, casi como viajes astrales. Aquella vez soñé con una ola tan grande, que al caer la marea llegaba hasta el departamento y de pronto la cama en donde yo dormía yacía cubierta por agua. La noche del sábado soñé con una ballena orca. El néctar surrealista del asunto, es que la imagen inicial del Pacífico tijuanense, se transformaba en un pantano, una ciénaga con juncos altos y lirios de donde surgía de pronto una aleta enorme y después el cuerpo entero de la orca que posaba sobre aguas poco profundas entre las plantas tropicales. De no haber aparecido el elemento pantano-vegetación tropical, el sueño pudo confundirse con la realidad. Pocas experiencias tan oníricas como el avistamiento de cetáceos. El año pasado, estando yo sentado sobre una realista roca en la playa de Baja Malibú, un delfín saltó frente a mí de cuerpo entero. Ya otras veces los he visto saltar y hacer piruetas al estilo del Sea World, pero aquella ocasión el delfín brincó repentinamente a escasos metros de donde yo estaba sentado. Mis sueños con cetáceos son tan recurrentes, que he empezado a pensar que aquel salto del delfín no formó parte de la realidad.
Ayer bajé a la playa a ver el atardecer, pero los delfines no vinieron a mi encuentro. Sentado sobre esa misma roca, empecé a leer El palacio de la Luna, de Paul Auster, regalo de mi tía Patricia Basave. Los personajes austerianos y su enfermiza carga de aleatoriedad son adictivos y suelen arañarme desde la primera página. Es bueno volver a Auster. Ya empezaba a extrañar Brooklyn.
Deja vu de antiguas lecturas, recuerdos fugaces de un libro leído en una situación determinada. Hay obras marcadas por el entorno y el contexto en que fueron leídas. Lo más fascinante de la lectura, es que es un viaje capaz de conectar varios mundos. La historia en la que te sumerges, el universo que te rodea y tu propia interiorización, pues a medida que vas leyendo vas divagando y conectando con otros mundos. La historia de mi vida es la historia del libro que llevo bajo el brazo. Ayer leí a Auster sobre una roca marina en donde he leído otros muchos libros, mientras aguardo el salto de los delfines. Tal vez sea obsesivo, pero aún recuerdo en dónde estaba cuando empecé a leer “El país de las últimas cosas”, primer libro de Paul Auster que leí en mi vida (a la fecha he leído once) Era marzo de 2003 y yo estaba en el Hipódromo a donde llegué demasiado temprano para hacer la primera entrevista de mi vida con Jorge Hank Rhon, a quien conocí ese día. Hank y Auster no se parecen un carajo, pero a ambos los conocí el mismo día. A este polémico personaje cuya leyenda negra plagada de extravagancias ha marcado la historia moderna de mi ciudad, lo ví y lo hostigué a diario durante su trienio como alcalde, pero en aquella entrevista, mientras yo leía a Auster, aún nadie se imaginaba que brincaría a la vida pública. Me recuerdo leyendo “Noticia de un secuestro” de García Márquez en el vuelo que me llevó de Monterrey a Boston el 29 de junio de 1996 y Ana Karenina de Tolstoi siempre me llevará de regreso al tren de la Sierra de Chihuahua en la Navidad de 1995. Me recuerdo leyendo Antes del fin de Sábato, en alguna carretera de Bélgica en abril de 1999, en el primer viaje largo que Carolina y yo hicimos juntos. Andamios de Benedetti siempre me traerá de regreso a una noche muy fría de diciembre de 1999, a bordo de un camión azul y blanco en la calle Tercera del centro tijuanense esperando la salida del monstruo rumbo a Playas. La línea de sombra de Conrad lo leí en un acantilado de la Playa el Vigía y Negra espalda del tiempo, de Javier Marías, lo empecé a leer una tarde de 1999, previo a una sesión de Cabildo en una de mis primeras coberturas en Palacio Municipal en los tiempos de Kiko Vega. La Fiesta del Chivo de Vargas Llosa me recuerda siempre un taxi amarillo en Paseo Ensenada. Entre hombres de Germán Maggiori irá unido para siempre a los días de septiembre de 2001 en Nueva York (el sound track fue el God Hates Us All de Slayer) y un autobús de Eurolines atravesando le helada noche alemana rumbo a Praga fue conjurado con una biografía de Marqués de Sade. Cuando leo en bares y cantinas, y sobre todo cuando estoy en aeropuertos, no resisto la tentación de escribir en los libros y hacer dibujos. Me gustan los libros salpicados de cerveza y convertidos en estuches de papelitos, volantes, flyers, cartitas y chucherías diversas. Los libros son cajas de sorpresas, recipientes de mil historias. Pero, qué no se supone que estaba hablando de mis sueños con cetáceos.