Disfruto demasiado cuando el personaje principal de la historia es una ciudad. Me gusta cuando las narraciones, sean ficciones o crónicas periodísticas, transcurren en una urbe específica. Le pido al narrador que no sea avaro a la hora de nombrar y describir calles, esquinas y edificios. Leer y viajar son placeres complementarios. Cuando leo, irremediablemente viajo.
Guiado únicamente por el principio del placer, me pierdo en las páginas de La lámpara de Aladino de Luís Sepúlveda como me pierdo en las calles de una ciudad desconocida. Vaya que he disfrutado estas historias. Sepúlveda es un mochilero hormonal. Su pluma lo delata. Dos de sus cuentos transcurren en Hamburgo y su prosa me ha llevado de regreso a ese puerto. Algo se me habrá quedado en Hamburgo, pues mis recuerdos son insistentes en llevarme ahí. A Hamburgo llegamos Carolina y yo casi por accidente, hace exactamente diez años, en los primeros días de mayo de 1999. En realidad llegamos hasta allá huyendo del caos de Ámsterdam y su Queensday, que acabó con todas las habitaciones disponibles. Estuvimos poco tiempo, pero hay imágenes demasiado marcadas y no, no únicamente recuerdo el Reeperbahn.
Recuerdo el helado amanecer en la estación central, los primeros rayos del Sol cayendo en las vías, una banda de crápulas amanecidos ataviados en cuero pidiendo café en la estación, recuerdo el milagro de obtener cien marcos del cajero con una tarjeta que yo creía sin fondos. Recuerdo la habitación del hotel, la orilla del río Elba, los flyers en las paredes, una pandilla de adolescentes jugando hockey en un parque. Sí, recuerdo Hamburgo y Sepúlveda me ha llevado de regreso por esos rumbos.
En el lejano septiembre de 2001, una semana antes de las torres, tomé un taller de narrativa en el Cecut con Mario Bellatin. El narrador nos confesó entonces su desconfianza, por no hablar de su franca repulsa, hacia aquellas historias, tan latinoamericanas, esclavas de nombres, fechas y ciudades. Cierto, una obra del minimalismo literario como es Salón de Belleza o Poeta Ciego resultarían patéticamente contaminadas si le sembráramos una fecha o el nombre de una ciudad. Tal vez sea mi debilidad frente a la buena crónica periodística y mi obsesión con la historia, pero los lugares y fechas suelen ser huéspedes bienvenidos en los textos y autores que más aprecio (¿entonces por qué chingados reniego de Los detectives salvajes?)
Pasos de Gutenberg, o algo muy parecido a ello, ha renacido en Síntesis T.V. Desde hace tres jueves, las reseñas librescas emigraron del papel a la televisión gracias a la iniciativa de mi colega y amiga Roxana Di Carlo. El primer libro reseñado en esta nueva etapa es de uno de los autores que tienen reservado su sitio en mi altar: Tomás Eloy Martínez y el libro fue Purgatorio. Agua para elefantes de Sara Gruen y El lugar sin límites de José Donoso ocuparon las dos siguientes semanas. Me siento contento. Un reducto de auténtico amor libresco.
A cierta hora de la tarde, pasadas las 18:00, el Sol yace desparramado en la ventana de mi oficina. Trabajo de espaldas al Oeste y al atardecer pareciera que un rayo líquido quisiera quedarse a vivir en mi escritorio. He adornado la pared de mi recinto laboral con obras de Munch, que comparten el espacio con fotos del viaje a China. No soy un devoto de Munch, si bien Noche en Saint Cloud es inspirador. En el escritorio, un elefantito de palofierro, una cajita de la ópera de Pekín, una nueva planta de agua y algún papel prófugo del bote de basura.
Guiado únicamente por el principio del placer, me pierdo en las páginas de La lámpara de Aladino de Luís Sepúlveda como me pierdo en las calles de una ciudad desconocida. Vaya que he disfrutado estas historias. Sepúlveda es un mochilero hormonal. Su pluma lo delata. Dos de sus cuentos transcurren en Hamburgo y su prosa me ha llevado de regreso a ese puerto. Algo se me habrá quedado en Hamburgo, pues mis recuerdos son insistentes en llevarme ahí. A Hamburgo llegamos Carolina y yo casi por accidente, hace exactamente diez años, en los primeros días de mayo de 1999. En realidad llegamos hasta allá huyendo del caos de Ámsterdam y su Queensday, que acabó con todas las habitaciones disponibles. Estuvimos poco tiempo, pero hay imágenes demasiado marcadas y no, no únicamente recuerdo el Reeperbahn.
Recuerdo el helado amanecer en la estación central, los primeros rayos del Sol cayendo en las vías, una banda de crápulas amanecidos ataviados en cuero pidiendo café en la estación, recuerdo el milagro de obtener cien marcos del cajero con una tarjeta que yo creía sin fondos. Recuerdo la habitación del hotel, la orilla del río Elba, los flyers en las paredes, una pandilla de adolescentes jugando hockey en un parque. Sí, recuerdo Hamburgo y Sepúlveda me ha llevado de regreso por esos rumbos.
En el lejano septiembre de 2001, una semana antes de las torres, tomé un taller de narrativa en el Cecut con Mario Bellatin. El narrador nos confesó entonces su desconfianza, por no hablar de su franca repulsa, hacia aquellas historias, tan latinoamericanas, esclavas de nombres, fechas y ciudades. Cierto, una obra del minimalismo literario como es Salón de Belleza o Poeta Ciego resultarían patéticamente contaminadas si le sembráramos una fecha o el nombre de una ciudad. Tal vez sea mi debilidad frente a la buena crónica periodística y mi obsesión con la historia, pero los lugares y fechas suelen ser huéspedes bienvenidos en los textos y autores que más aprecio (¿entonces por qué chingados reniego de Los detectives salvajes?)
Pasos de Gutenberg, o algo muy parecido a ello, ha renacido en Síntesis T.V. Desde hace tres jueves, las reseñas librescas emigraron del papel a la televisión gracias a la iniciativa de mi colega y amiga Roxana Di Carlo. El primer libro reseñado en esta nueva etapa es de uno de los autores que tienen reservado su sitio en mi altar: Tomás Eloy Martínez y el libro fue Purgatorio. Agua para elefantes de Sara Gruen y El lugar sin límites de José Donoso ocuparon las dos siguientes semanas. Me siento contento. Un reducto de auténtico amor libresco.
A cierta hora de la tarde, pasadas las 18:00, el Sol yace desparramado en la ventana de mi oficina. Trabajo de espaldas al Oeste y al atardecer pareciera que un rayo líquido quisiera quedarse a vivir en mi escritorio. He adornado la pared de mi recinto laboral con obras de Munch, que comparten el espacio con fotos del viaje a China. No soy un devoto de Munch, si bien Noche en Saint Cloud es inspirador. En el escritorio, un elefantito de palofierro, una cajita de la ópera de Pekín, una nueva planta de agua y algún papel prófugo del bote de basura.