"La vida es una máquina / para la que no hay respuestas / ni repuestos".
¿Aleatoriedad? ¿Funesto presagio? No lo se, pero el caso es que la capsula literaria del jueves pasado en el programa de mi colega y amiga Roxana Di Carlo la dedicamos a la obra Mario Benedetti, un pequeño y modesto homenaje todavía en vida.
Benedetti es de esos escritores a los que es fácil amar o por lo menos respetar. No he conocido todavía alguien que lo desprecie o al que su obra le repugne. En la extrema sencillez de su pluma y acaso de su vida entera, está su grandeza.
A raíz de este homenaje, me di a la tarea de releer “La casa y el ladrillo”, uno de esos ejemplares que suelen estar en mi buró por largas temporadas y al que suelo recurrir cuando despierto de madrugada. La muerte de Don Mario me sorprendió con su libro en mi mochila.
Sí, yo se que no es en absoluto un revolucionario de la poesía, que tanta sencillez cae en los territorios de la ternura, pero a Benedetti no se le adora porque sea un Rimbaud, un Mallarmé o un Pessoa, sino por su capacidad de convertir en poema el más ordinario y cotidiano de los momentos.
No, no me considero un devoto benedittiano y sin embargo muchos momentos de mi vida han estado marcados por un libro suyo. No, no es sofisticado, ni oscuro ni mucho menos maldito y sin embargo yo he sido feliz con sus libros. Más allá de “La tregua”, me quedo con “Andamios”, “La borra del café” y los cuentos de “Montevideanos”.
No se trata tampoco de afinidades ideológicas. Puedes no estar de acuerdo con Benedetti, pero jamás podrás cuestionar su coherencia, su estatura intelectual, su calidad humana. No conozco narradores de semejante altura que hayan mantenido un perfil de tan extrema modestia y que hayan practicado hasta las últimas consecuencias lo predicado. Colega periodista, futbolero de cepa como todo buen uruguayo (Benedetti tiene grandes cuentos de futbol), enamorado de ese mosaico de sencillez que ofrece la vida. Con Benedetti solía poner a dormir el instinto asesino.
Hay ciudades que se deben a un narrador. Montevideo existía en mi cabeza por la obra de Benedetti y cuando Carolina y yo visitamos esa ciudad en noviembre de 2005, sentí pasear por páginas de su obra mientras caminábamos la Rambla, la 18 de Julio o el Parque Rodó. Por ahora, sólo queda cerrar los ojos.
Cerrar los ojos
Cerremos estos ojos para entrar al misterio
el que acude con gozos y desdichas
así
en esta noche provocada
crearemos por fin nuestras propias estrellas
y nuestra hermosa colección de sueños
el pobre mundo seguirá rodando
lejos de nuestros párpados caídos
habrá hurtos abusos fechorías
o sea el espantoso ritmo de las cosas
allá en la calle seguirán los mismos
escaparates de las tentaciones
ah pero nuestros ojos tapados piensan sienten
lo que no pensaron ni sintieron antes
si pasado mañana los abrimos
el corazón acaso se encabrite
así hasta que los párpados
se nos caigan de nuevo
y volvamos al pacto de lo oscuro
¿Aleatoriedad? ¿Funesto presagio? No lo se, pero el caso es que la capsula literaria del jueves pasado en el programa de mi colega y amiga Roxana Di Carlo la dedicamos a la obra Mario Benedetti, un pequeño y modesto homenaje todavía en vida.
Benedetti es de esos escritores a los que es fácil amar o por lo menos respetar. No he conocido todavía alguien que lo desprecie o al que su obra le repugne. En la extrema sencillez de su pluma y acaso de su vida entera, está su grandeza.
A raíz de este homenaje, me di a la tarea de releer “La casa y el ladrillo”, uno de esos ejemplares que suelen estar en mi buró por largas temporadas y al que suelo recurrir cuando despierto de madrugada. La muerte de Don Mario me sorprendió con su libro en mi mochila.
Sí, yo se que no es en absoluto un revolucionario de la poesía, que tanta sencillez cae en los territorios de la ternura, pero a Benedetti no se le adora porque sea un Rimbaud, un Mallarmé o un Pessoa, sino por su capacidad de convertir en poema el más ordinario y cotidiano de los momentos.
No, no me considero un devoto benedittiano y sin embargo muchos momentos de mi vida han estado marcados por un libro suyo. No, no es sofisticado, ni oscuro ni mucho menos maldito y sin embargo yo he sido feliz con sus libros. Más allá de “La tregua”, me quedo con “Andamios”, “La borra del café” y los cuentos de “Montevideanos”.
No se trata tampoco de afinidades ideológicas. Puedes no estar de acuerdo con Benedetti, pero jamás podrás cuestionar su coherencia, su estatura intelectual, su calidad humana. No conozco narradores de semejante altura que hayan mantenido un perfil de tan extrema modestia y que hayan practicado hasta las últimas consecuencias lo predicado. Colega periodista, futbolero de cepa como todo buen uruguayo (Benedetti tiene grandes cuentos de futbol), enamorado de ese mosaico de sencillez que ofrece la vida. Con Benedetti solía poner a dormir el instinto asesino.
Hay ciudades que se deben a un narrador. Montevideo existía en mi cabeza por la obra de Benedetti y cuando Carolina y yo visitamos esa ciudad en noviembre de 2005, sentí pasear por páginas de su obra mientras caminábamos la Rambla, la 18 de Julio o el Parque Rodó. Por ahora, sólo queda cerrar los ojos.
Cerrar los ojos
Cerremos estos ojos para entrar al misterio
el que acude con gozos y desdichas
así
en esta noche provocada
crearemos por fin nuestras propias estrellas
y nuestra hermosa colección de sueños
el pobre mundo seguirá rodando
lejos de nuestros párpados caídos
habrá hurtos abusos fechorías
o sea el espantoso ritmo de las cosas
allá en la calle seguirán los mismos
escaparates de las tentaciones
ah pero nuestros ojos tapados piensan sienten
lo que no pensaron ni sintieron antes
si pasado mañana los abrimos
el corazón acaso se encabrite
así hasta que los párpados
se nos caigan de nuevo
y volvamos al pacto de lo oscuro